José María Marco

Nuevos disidentes

Están de moda los disidentes histriónicos, como el payaso Ai Wei Wei. Por eso, nadie se habrá sorprendido ante el numerito que ha montado el actor francés Gérard Depardieu con su aparición disfrazado de mujik para aceptar la ciudadanía rusa ofrecida por Vladimir Putin. El espectáculo resulta poco edificante, pero también es verdad que merece algunas reflexiones, como se ha venido haciendo estos días. Una de ellas es la constatación de que el cine francés ha seguido generando estos años estrellas internacionales, con repercusión global desde la propia Francia. Aunque muy subvencionado, el cine francés no es un cine de Estado y no sigue, por tanto, las consignas políticas que se le marcan. Tampoco depende sólo del dinero gubernamental. Así que Depardieu se ha atrevido a dar un paso que no daría un artista que tiene que pasarse la vida mendigando una subvención. Resulta fácil imaginar hasta dónde alcanzaría la dimensión del personaje si el cine francés, como le ocurre al cine español, tuviera una mercado potencial de 400 millones de personas francoparlantes.

Como ha apuntado LA RAZÓN, uno de los aspectos irónicos de la fuga de Depardieu es la inversión de los papeles tradicionales. Antes Francia acogía a los artistas y a los intelectuales rusos. Tal vez Depardieu sea el primero en recorrer el camino inverso. La ironía es aún mayor si se recuerda que el actor francés, que no es un defraudador ni un delincuente, ha salido huyendo del socialismo a la francesa, ejemplo, a su vez, del socialismo aún vigente en la Europa occidental. Con seguridad jurídica, Rusia y los antiguos países del este, curados del socialismo, empezarán a parecer auténticos oasis de libertad frente al estatismo de los del oeste. Y todo se moverá en consecuencia.

Siempre cabe la tentación de recurrir a la retórica anti ricos para intentar cambiar el rumbo de las cosas. La actitud de Depardieu, desde este punto de vista, no habrá sido de gran ayuda. Aun así, todos deberíamos saber que el peso de estados tan hinchados como los nuestros no puede recaer sólo en la gente con rentas altas. No hay bastantes «ricos» para tanto gasto, y más temprano que tarde el coste lo pagamos todos, en dinero y en parálisis de la economía. También en esto, España tiene una posición privilegiada: el clima, la sofisticación de los servicios, la situación geográfica, la índole misma de la sociedad invitan a atraer a gente con dinero, no a perseguirla ni a intentar sacarles la sangre.