El debate de los impuestos

Objetivo: aguantar

La Razón
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El Gobierno ha estrenado la legislatura de la misma manera que lo hizo en 2011, haciendo lo contrario de lo que anunció en materia fiscal. De nuevo nos encontramos ante una subida de impuestos, no para evitar el rescate europeo, sino para que el Gobierno, en minoría, pueda aguantar contando con el voto de otros partidos para aprobar los presupuestos.

Tampoco es un guiño a la UE, que demandaba un aumento de 10.000 millones de euros en los ingresos subiendo, entre otros, el IVA, o una reducción de los gastos en la misma cantidad bajo amenaza de sanción, que no sólo no se ha producido, sino que se ha traducido en una rebaja de la presión sobre el déficit al retrasar un año el cumplimiento de los objetivos marcados, dando así margen al Gobierno para hacer concesiones de mayor gasto a sus aliados y aumentar el de las comunidades un año más.

La cuestión no es si la minoría del Gobierno condiciona la adopción de este tipo de medidas, sino si muchas de ellas forman parte de la manera en la que ha decidido abordar la situación en cuanto a la reducción del déficit, la deuda y el gasto público.

Lo cierto es que se han incrementado los impuestos en 8.000 millones y no se han planteado reducciones estructurales del gasto, que se ha visto aumentado, entre otros, por la elevación del salario mínimo o de la baja de paternidad a un mes y, en el caso de las autonomías, por el mantenimiento del mismo objetivo de déficit de este año para el próximo, lo que incrementará la deuda pública global sin abordarse un nuevo modelo de financiación.

Da la impresión de que se están planteando medidas puntuales para ir resolviendo el día a día en un equilibrio entre lo que se debería hacer –reformas estructurales–; lo que le piden hacer desde fuera –subidas de impuestos, cumplimiento del déficit–; lo que le exigen los aliados en cada caso y lo que le gusta hacer.

La cuestión es si eso es suficiente para lograr la estabilidad, el cumplimiento de los compromisos europeos, el crecimiento económico y del empleo, la consolidación de la recuperación económica y la credibilidad.

Parece evidente que alguna de las medidas adoptadas no lo son. Incrementar la fiscalidad de las bebidas azucaradas (200 millones) y del tabaco (150 millones) no solventa la necesidad de aumentar los ingresos, y la explicación dada –proteger la salud–, lejos de hacerla comprensible, provoca el rechazo por su cinismo e ineficacia. Si el azúcar engorda y el tabaco mata, prohíbase su producción, comercialización y venta, pero no haga el Estado negocio a costa de los que pueden pagarse esa mala salud.

Lo mismo ocurre con las comunidades respecto de las cuales, lejos de poner orden exigiéndoles por igual el cumplimiento del déficit y penalizando a quienes no lo hagan –tal y como vienen exigiendo la Autoridad Fiscal y el FMI–, les permite mayor endeudamiento, asumiendo el Estado los costes a través del FLA, que ha pasado de ser un instrumento transitorio para lograr ese objetivo a un elemento estructural de financiación del que no pueden prescindir para pagar el exceso de gasto de los servicios que prestan.

La situación no es fácil y no pinta bien. Si con ello se logra salvar los presupuestos del próximo año, el Gobierno habrá ganado tiempo para aguantar, pero no parece que ello nos garantice alejarnos de nuevos incrementos fiscales a nivel nacional y autonómico para seguir sobreviviendo día a día, sin abordar las reformas estructurales que necesitamos.