Julián Cabrera

Oportunidad histórica

Es tal la importancia que el Gobierno de Mariano Rajoy le concede a la reforma de la Administración del Estado que hasta la canciller Angela Merkel tuvo, tan sólo hace unas semanas, concomimiento puntual de sus términos y filosofía por boca de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría.

Sin embargo, una de las «niñas bonitas» entre las apuestas legislativas del Gobierno para la actual legislatura puede correr el riesgo de quedar como un monumento a las buenas intenciones, cuando no a lo que pudo ser y no fue.

Más allá de la holgada mayoría del grupo popular que permitirá pasar el rubicón parlamentario, hay dos variantes que no pueden obviarse para sacar adelante esta reforma. La primera, despojarla de cierta candidez a la hora de contemplar la gestión de los dineros públicos. Sobre esto, no hay más que echar una ojeada a las contratas administrativas desde años atrás y se comprobará, no sin estupor, que no siempre han recaído sobre la oferta más válida y más económica.

La segunda variante es política. Resulta que en un Estado de las autonomías, no siempre bien entendido dentro de un Estado descentralizado y ágil, nada menos que 120 de las 217 medidas que contempla la reforma dependen de la buena voluntad de unos gobiernos regionales, nacionalistas en especial aunque no en exclusiva, que en muchos casos no parecen dispuestos a ceder competencias duplicadas. Tal vez, –y en esto marcaría un especial subrayado– porque lo que realmente se teme en esa cesión u optimización de competencias duplicadas es la pérdida de influencia ante eso que conocemos como redes clientelares. Como en otras grandes reformas de la democracia, esta de la Administración del Estado puede caer tanto del lado del olvido como del de hacer historia. Todo depende de la altura de miras de los dirigentes políticos.