Cristina López Schlichting
Otegui y el cáncer
El cáncer es una enfermedad psicosomática. Hay cada vez más evidencias de que sucesos traumáticos, del estilo de un accidente o la muerte de un ser querido, desencadenan tormentas inmunológicas que pueden terminar en tumor. Hace al menos veinte años, en una entrevista en el Congreso, el político y diplomático Javier Rupérez me manifestó esta convicción con respecto a la enfermedad que había llevado a la muerte a su esposa. El 11 de noviembre de 1979, ETA lo secuestró durante 31 días. Arnaldo Otegui, acusado del crimen, fue absuelto por falta de pruebas materiales, pero alguno de sus secuaces, como la francesa Francoise Marhuenda, ratificaron que había sido el responsable. El diputado y senador atribuye el cáncer de su primera mujer al tremendo sufrimiento de aquellas jornadas de incertidumbre. Poco antes de estos sucesos, Arnaldo Otegui se ocupó personalmente del intento de secuestro de mi amigo Gabriel Cisneros, padre de la Constitución. Gabi, con un valor poco corriente, se zafó y echó a correr con todas sus fuerzas. El terrorista, desesperado, le vació un cargador e intentó rematarlo en el suelo. Una de las balas se le clavó en la tripa. Cisneros estuvo entre la vida y la muerte y llevó siempre un recosido en el vientre que daba miedo. En los años 2000 le diagnosticaron un cáncer que, en 2006, provocó que se desmayase en el Congreso de los Diputados. El deterioro fue rápido y muy manifiesto –aconsejo buscar las fotos en la red para comparar el Gabi de antes con el que dejó la enfermedad– y, en 2007, fallecía rodeado de sus hijos. Tenía 66 juveniles años. Yo sabía que había padecido grandes dolores, pero no había escuchado la frase que le dijo a Javier Rupérez y que éste repitió el viernes a Carlos Herrera: «Lo que me duele es el tiro de Otegui». El tumor de mi amigo era de hígado, le quedaba bien cerca de las malditas cicatrices. Estos días he recordado nuestras conversaciones sobre la transición, siempre adornadas por su talante positivo, su bondad, esa capacidad para hacerte sentir la persona más importante del mundo, su humildad. A Pablo Iglesias, que ha defendido la condición de preso político de Arnaldo Otegui, he de decirle que las heridas de Gabi no tenían nada de político. Eran tiros criminales, porque la diferencia entre Cisneros y Arnaldo es que uno creía en la civilización y el otro en la violencia. Y esa sutil distancia separa la noble batalla política de la delincuencia repugnante. Otegui es un delincuente común. Cualquiera que lo enaltezca por encima de ese nivel se hace cómplice de su indiferencia hacia personas como Rupérez y Cisneros, su crueldad para con sus familias, su desprecio de la ley. Ninguna idea vale un asesinato. Al pobre Otegui se le pedirán cuentas de los cánceres de dos personas y de los veinte o treinta años de vida que le robó a mi amigo.
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