Ángela Vallvey
Padres, hijos
Mohamed, 67, padre de uno de los criminales suicidas que han aterrorizado París estos días, sembrándolo de sangre inocente, viajó a Siria en busca de su hijo para intentar alejarlo de las garras maléficas del autodenominado Estado Islámico. El año pasado contó su experiencia a la Prensa. Él, un emigrante que salió huyendo de la chilaba, la cabra y la penuria, para hallar prosperidad y refugio en el corazón de Europa, no podía comprender por qué su hijo, que lo había tenido todo (en contraste con él, que careció de todo en su país de origen) quería matar a los mismos que habían proporcionado prosperidad y seguridad a su familia. No lo consiguió, y su hijo se convirtió en un asesino de masas de esos que no sólo terminan con la vida de muchos inocentes, sino también con su propia familia, a la que entierran en vergüenza e ignominia durante generaciones.
El perfil humano, generacional, del verdugo, que ejecutó su perturbada maldad sin titubeos, coincide con el de otros muchos de sus jóvenes compinches criminales. La ex mujer de otro de ellos lo calificaba así: «Era un vago, se pasaba el día fumando porros y nunca pisó una mezquita». Ofuscados que dicen asesinar en nombre de una religión –degradándola así a lo más bajo e indecente– han encontrado en su infecta «lucha» una vía de escape que legitima su frustración existencial, su nadería humana, que les permite drogarse sin remordimientos, no trabajar y bañarse en sangre. Todo ello, en nombre de Dios, la carta blanca supuestamente firmada por la más alta instancia que sus pequeños cerebros desdichados de sanguinarios pudieran desear nunca.
No imagino que los padres de estos patibularios escuerzos hubiesen podido jamás hacer nada remotamente parecido a lo que sus vástagos están perpetrando. La generación de Mohamed, que hizo su travesía del desierto en busca de su hijo descarriado, llegando hasta Siria para decirles a los asesinos del EI que no cree «en la fuerza de las manos», estaba imbuida por los mismos valores que los países europeos a los que llegaban como inmigrantes: pensaban que trabajando progresarían, mejorarían sus vidas, dejarían la pobreza atrás. Pero sus hijos ya no creen en nada, quizás ni siquiera en el Dios al que ponen como excusa. Tampoco conocen la miseria: en eso no se diferencian del resto de jóvenes de su edad. En pocas décadas, algo ha cambiado en el opulento Occidente. Para mal.
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