Ángela Vallvey

Paella de sandía

La Razón
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He ido de vacaciones a un país súper democrático y avanzado de la altiva Europa austera. Comparada con él, Alemania parece una jocosa tierra de vagos patológicos, desordenados parsimoniosos y admiradores del cachondeo. Los alemanes semejan el sur atrasado al lado de estos payos, que son más serios que un rebaño de bueyes pagando al veterinario.

Procuro mantener la mente abierta, no actuar como el nostálgico cateto que todo lo compara con su pueblo y para el que todo sale perdiendo en el balance. Ahora bien, después de visitar este país, he vuelto cargada de un optimista «nacionalismo turístico»: creo que España es una potencia turística imbatible contrastada con sitios así, cuya única esperanza es que el cambio climático descongele a los ceñudos nativos lo suficiente como para hacerles pasar por humanos ante los pobres y acobardados turistas que se atrevan a visitarlos.

He estado pocos días porque mi economía no podía resistirlo. Es tan caro que resulta un disparate. Los precios de allí darían incluso risa si no fuese porque luego hay que abonarlos. No tienen mucho sentido del confort. Son frugales. Astringentes, oiga. Por la cara que lucen los indígenas, da la impresión de que, en vez de descubrir el «Estado del Bienestar» hayan inventado el «Estado del Malestar». No sonríen ni para la foto de la orla del colegio, la simpatía allí va más justa que la mermelada de hostal y, lo mejor de todo: guisan su propia paella. La paella en este país se hace en perolos cuadrados de aspecto inquietante y está compuesta de arroz encharcado en una suerte de caldo sicodélico y, como tropezones, grandes trozos de sandía empapándolo todo. Adelantados como son, creo que han descubierto un híbrido entre la comida y la bebida, la mezcla perfecta entre la paella y la sangría. (O sea).