Cristina López Schlichting
Pangea
Existen dos tipos de paisajes, los que tienen y los que no tienen explicación. La belleza de un bosque son sus árboles; la de una playa, sus líneas limpias; la de una cordillera, su majestuosa altura. Pero hay escenarios impactantes sin motivo evidente. Los campos de trigo de Castilla La Vieja, por ejemplo, son ausencia, una sencilla suma de cielo y tierra. Los desiertos del norte de África son silencio, noches de luna y días de sol. Cabo de Gata es una de las más raras especies de paisaje sin explicación. ¿Cómo es posible componer una sinfonía con viento salvaje, luz inmisericorde y volcanes? ¿Cómo puede consolar una flora de esparto y chumberas o una fauna de lagartos? Cuando me preguntan por el Cabo, me faltan las palabras. Explico que es posible bañarse sin más espectáculo que la naturaleza, sin un edificio a la vista, como una Eva o un Adán esenciales. O que las montañas son pardas al amanecer, rojas a mediodía y violetas por la tarde. O que existen mil tipos de calma. Pero es muy difícil transmitir qué nos une para siempre a este lugar sin lujos, sin fiestas multitudinarias, sin distracciones. Este sitio en el que a veces, sencillamente, no hay nada. Yo tenía 27 años y esperaba mi tercer hijo cuando, una tarde de octubre lluviosa –lluviosa, ojo– torcí la curva desde San José y desemboqué en las playas. Una ola de acero dejó al descubierto la piel de elefante de las rocas de Mónsul. Fue como si la naturaleza hubiese dado un aldabonazo o un golpe sobre la mesa. «Aquí estoy». Piedras de todos los pelajes, grises, marrones, negras, rojas, blandas, duras, agrietadas, lisas. Una extraña sinfonía de cosas puras. Era el mundo del principio, revelado ahora. El espacio de los dinosaurios y los volcanes y la lava rugiente y la pangea y el mar original. Mis amigos, sobre todo los alemanes, se quedan sin habla ante el espectáculo del Cabo. Reconocen los confines de Europa, la última lengua de vieja tierra adentrándose en el mar, el Finisterre del continente. Se sienten violentamente atraídos por un espacio que no quiere fronteras, que atrae a quienes tienen un deseo fuerte de libertad. Cuando alguien dice que ama el Cabo, sé que voy a quererlo. Es indiferente si es francés o de A Coruña, si se dedica a la entomología o a vender castañas, si domina las lenguas muertas o apenas sabe leer. Ya sé que no es el dinero lo que más le importa, que huye de las aglomeraciones, que tiene sensibilidad, que busca y se pregunta. Una solidaridad indefinible, un hilo sutil nos une a todos con la señora de aquí, esa anciana que me explica cómo se cocina el gallopedro y que entretanto recuerda la noche en que, estando de parto, bajo el simple tejadillo de cañizo, sintió la lluvia abrirse paso y resbalar por su barriga, bautizando al niño que nacía.
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