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Alfonso Ussía

Pasarela «Fly Emirates»

Surgió de golpe un joven futbolista de la cantera madridista. Se apellidaba Portillo, y el periodismo pipero tuvo a bien denominarlo el «Killer de Aranjuez». Marcó un gol de un disparo desde fuera del área en un partido de la Copa de Europa. Ahí se terminó el «Killer de Aranjuez». Una semana después de su inmortal hazaña, llegó al entrenamiento –los cursis dicen «entreno»– con el pelo peinado como una cacatúa de Papúa y Nueva Guinea. Y el viejo don Alfredo preguntó: -¿ Y éste chico por qué lleva ese pelo si todavía no ha hecho nada de nada?-. Portillo terminó jugando en equipos menores y de su presumible calidad futbolística nada más se supo.

Opinan los grandes expertos en las trastiendas del fútbol, que si Sergio Ramos hubiera invertido la mitad del tiempo y dinero que ha gastado en las peluquerías en mejorar su toque de balón, sería el mejor defensa del mundo. Estoy de acuerdo con una pequeña salvedad. Sus asombrosas facultades físicas precisan también de un leve apoyo de claridad intelectual. Además de renunciar al cambio de aspecto y al abuso de los tintes, Ramos está obligado a mejorar su fútbol mediante el uso de su cerebro. De haberlo usado, no sería el futbolista expulsado en más ocasiones del terreno de juego por hacer y decir tonterías a dos palmos de las narices de los árbitros. Y estoy escribiendo de Sergio Ramos, que es un gran jugador, sólo incapacitado para superarse por su afán peluqueril y su entusiasta disposición a ser designado el más hortera de cuantos conforman la «Pasarela Fly Emirates». En el gran libro «Pompa y Circunstancia» de Ignacio Peyró, Sergio Ramos tendría prohibido pasear por Savile Row en sus visitas a Londres. Pero Ignacio Peyró ha sido generoso con semejante obviedad.

Los futbolistas de los grandes clubes ganan muchísimo dinero. También lo producen, y es justo que una buena parte termine en sus cuentas corrientes. Pero otra fuente de sus ingresos viene de otras cosas completamente diferentes al hecho de compaginar la carrera con el toque de un balón.

Las marcas, los modelos, los relojes, los coches y los cheques por asistir a eventos que infectan el buen desarrollo de su auténtica profesión. Cristiano Ronaldo es más discreto, pero también visita las peluquerías distorsionadoras. Su problema es otro, eso que se llama la melancolía del amor perdido, que ojalá recupere con prontitud. Y ahí está Jesé, que tarda dos horas en peinarse esos pequeños senderos alineados que luce en el discreto nacimiento de su capilar. O Marcelo, que parece un solista de «Bossa Nova», o el gran Benzemá, que de cuando en cuando sal ta sobre su timidez y nos sorprende con un cambio de imagen.

Creo que en el sueldo tiene que ir incluida la discreción estética. Más aún, en un club como el Real Madrid, que ha sido durante decenios paradigma del buen gusto. Ahora se ha puesto de moda la barba al modo palestino. Carvajal, que todavía es una promesa, juega con una barba incomodísima, perfectamente estudiada en su aparente descuido. Carvajal, además de perder el tiempo con su barba, haría muy bien en aprender a centrar a la carrera, que no es tan complicado si uno se dedica exclusivamente al fútbol.

Excepto el francés Griezmann, que se ha pintado la cresta de amarillo pollo –y aun así juega al fútbol de maravilla–, y Arda Turan, que lleva barba de yihadista turco, los futbolistas del Atlético sólo van a la peluquería a cortarse el pelo. No hay «Pasarela Manzanares». Y se nota la diferencia.