Política

Sabino Méndez

Patriotas desenmascarados

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Más allá de la considerable tormenta política e informativa que ha provocado la vergonzosa y ridícula confesión de Jordi Pujol, el principal efecto a largo plazo en Cataluña se dará sobre la psicología colectiva. Hasta la fecha, en mi región de origen, si decías que el catalanismo ocultaba un fondo de codicia económica insolidaria eras mirado poco menos que como un friki o un resentido. Lo bien pensante burgués (esa convención siempre un poco cursi) era atribuir a lo catalán una mejor manera de hacer las cosas. No importaba –ni se deseaba analizar– cuánto de racista y xenófobo podía ocultarse en esa falaz manera de pensar. El nacionalismo vivía en la sociedad catalana agazapado tras una sugestión de superioridad moral, conseguida durante la década de los sesenta del siglo pasado. Presumía de haberse enfrentado al dictador en los últimos años de su vida y, por ello, se decía capaz de dictar lecciones de moral y democracia. Era vital para él ocultar que muchos catalanes españolistas también lo habían hecho. Los separatistas llamaban fachas a todo aquel que no suscribiera esa convención social y que pensara de manera diferente a ellos. Personajes como Pujol o Mas, con una rigidez de pensamiento propia de quién viste ropa interior hecha de cartón, gustaban de practicar sobreentendidos que ayudaran a difundir esa connotación, como si el secesionismo fuera sinónimo de progreso. Ahora, los hechos demuestran que, tal como cabía preveer y como ellos sabían mejor que nadie, el nacionalismo y la patria también pueden ser sinónimo de corrupción. El consenso social y sentimental que cimentaba tales aberraciones ideológicas empezó a romperse a principios del siglo veintiuno. Los claros ejemplos de corruptelas del nacionalismo y su poca democrática manera de comportarse provocaron que esa manera de pensar tocara su propio techo e hiciera masa crítica. La aparición de partidos como Ciutadans fueron los primeros signos de ese cambio. Por fin, los que veían al nacionalismo como un planteamiento político obsoleto, tóxico e irracional, que no servía para el futuro mundo transnacional que nos espera, podían expresarse con mayor normalidad. Con problemas por parte de las instituciones regionales, desde luego, pero al menos tenían un canal para hacerlo. Por supuesto, en Cataluña seguirá existiendo siempre una parte de la población a la que le gustará formar parte de España y otra que preferiría volver a los tiempos previos a los Reyes Católicos. Así ha sido siempre desde hace cinco siglos, por la propia idiosincrasia, historia y formación de la región, con lo cual no creo que esa costumbre mental vaya a cambiar próximamente. Conscientes de ello, los catalanes de a pie siempre nos hemos dedicado a acortar distancias entre ambos pensamientos para poder convivir en armonía. En los últimos treinta años hemos tenido que soportar a una casta de políticos a quienes, por personales intereses económicos y laborales, les interesaba aumentar esa zanja hasta convertirla en un abismo para, después, situar arbitrariamente la superioridad moral y la ponderación en uno de los dos lados. Pero, a partir de ahora, ambas líneas de pensamiento político (una manera de imaginar el mito administrativo, al fin y al cabo) debatirán en igualdad de condiciones morales; con argumentos técnicos y hechos sobre la mesa. No servirá dividir la sociedad con preguntas que sólo permitan respuestas radicales irreconciliables. La grotesca confesión de Pujol no es sólo el acta de defunción del pujolismo (una manera de ver el mundo al estilo de «Los Soprano»), sino un gran agujero en la línea de flotación del nacionalismo. Una prueba brillante de la certeza de la afirmación del Doctor Jonhson sobre el patriotismo como último refugio de los farsantes. Ya hay quién, casi sin fuelle, con voz de flauta, incapaz de superar viejas líneas de pensamiento y diluyéndose en eufemismos, intenta insistir una vez más con aquello de que lo importante no son los hombres sino la patria, pero ya no cuela. Ese discurso está putrefacto. Desde ahora el pensamiento nacionalista tendrá que jugar moralmente en el terreno de los hechos, sin ventajas, y reconocer cuanto tiene de fantasía sentimental.

Ahora, la pregunta más cabal y urgente que debemos hacernos los catalanes es sobre cómo sanear nuestro sistema democrático regional. Preguntarnos como ha sido posible que conductas como éstas hayan tardado treinta años en poder ser cercadas y capturadas, sin que nadie de aquellos a los que correspondía hacerlo hayan dicho nada entretanto. Preguntarnos qué calidad democrática y justicia social puede prometer una sociedad que consigue votos masivamente para familias de evasores fiscales.