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Pena de muerte
¿Silla eléctrica o inyección letal? En Carolina del Sur te lo ponen fácil. Una vez condenado eliges el método por el que te despachan. Bobby Wayne Stone, 52 años, reo por el asesinato del sheriff Charles Kubala en 1996, eligió la aguja. Lo cuenta Christine Hauser en el «The New York Times». Que Stone sigue peleando legalmente y que la fiscalía pasa de entorpecer su recurso porque en realidad no pueden apiolarle: ahora mismo en Carolina del Sur faltan los productos químicos para el cóctel letal. Las farmacéuticas prefieren no vender a los Estados que ejecutan personas. Evitan así el boicot de los consumidores, cada día más activos. El gobernador, Henry McMaster, quiere que el Congreso estatal apruebe una ley que permitiría esconder el nombre de los proveedores. Esa ley escudo tiene mucho de vergonzante aceptación de que reman contracorriente. Aunque todavía 3 de cada 5 estadounidenses se declara partidario de la pena capital, el porcentaje de quienes están en contra suma año tras año de récords históricos. Y arrasa entre los jóvenes, que no recuerdan ya la paranoia combinada de los setenta. Cuando al caos municipal y la bancarrota de ciudades como Nueva York se sumó la epidemia de opiáceos y el auge de los crímenes violentos. Aquellos lodos justificaron las draconianas políticas del presidente Nixon, su lamentable cruzada contra las drogas, luego multiplicada por Reagan y Clinton, y también el restablecimiento de la pena de muerte en buena parte de EE UU. La creciente lejanía de unos años infames también explica que los propios fiscales soliciten cada vez menos el ajusticiamiento del reo y que, tal y como acreditaba un soberbio reportaje de Richard Pérez Peña en el «The New York Times», «el número de ejecuciones en 2016, 20, es el más bajo desde los setenta». De hecho «un 80% menos que el pico histórico, 1999», con 98 ejecuciones. Pérez Peña, a partir de los datos del informe anual del Death Penalty Information Center (DPIC), también resaltaba que los tribunales habían impuesto 29 sentencias de muerte en 2016, «una fuerte caída desde 1996, cuando 315 casos resultaron en condenas capitales, la cifra más alta en los tiempos modernos». El total de 2016 estaba «muy por debajo de los 49 de 2015», que fue «de lejos la cifra más baja desde 1973». También conviene recordar que, según el DPIC, frente a la idea de que la pena de muerte se lleva a cabo de forma sistemática en todo el país, en realidad el 2% de los condados del país es responsable de la inmensa mayoría de las condenas y ejecuciones. Y claro, «la decisión de solicitar la pena de muerte la toma un fiscal de distrito de un condado, que solo responde ante los votantes de ese condado». Añadan la proporción de casos en los que resultó ejecutado un inocente, multiplicada gracias a los análisis de ADN, y comprendemos mejor la lenta pero implacable desafección. Va siendo hora de que EE UU, por tantas razones admirable, deje de figurar junto China, Pakistán, Arabia Saudí, Irán y Vietnam entre los promotores de la venganza institucionalizada. No a la barbarie a cuenta del contribuyente.
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