Restringido

Penn y el Pulitzer

La Razón
La RazónLa Razón

La captura del «Chapo» Guzmán. Un delincuente glorificado. Un psicópata. Un monstruo. Su juego de fugas y capturas recorre periódicos como si se tratara de una película. Quiero decir, de una ficción con sobredosis de adrenalina que entrega un relato muy del gusto de los que todavía creen que el cine es más cierto que la vida. Como si fuera capaz de acceder a zonas de sombra y otros blablablás. Muy apropiado que el Lucifer del Triángulo Dorado, jefe de jefes, soñara con hacerse un «biopic» a medida. La vida imita al arte que imita a la vida. Chris Moltisanti, sobrino y lugarteniente de Tony Soprano, fantaseaba en sus delirios opiáceos con irse a Hollywood y ser guionista. Henry Hill, gánster de la familia Luchese, colaboró en varios libros sobre su vida, entre otros Wiseguy, que luego rodó Martin Scorsese («Uno de los nuestros»). La ironía última consiste en que el «Chapo» había contactado con diversos guionistas y directores. Dicen que ya tenía un guión, con el que pretendía encumbrar sus andanzas. A falta de poetas él mismo sería héroe de su cantar de gesta y el amanuense que lo escribiera. Normal que contactara con una actriz de la telenovela, Kate del Castillo, célebre por interpretar a Teresa Mendoza en La reina del Sur. Como Alicia a través del espejo, Kate mantuvo correspondencia con el capo y lo puso en contacto con Sean Penn. La entrevista para «Rolling Stone», que tanto ha dolido en México, nace ahí, pero el vínculo de Kate con el señor oscuro podría ser mayor y más inquietante. Tendrá que demostrar que la fascinación no dio paso a una hipotética relación lucrativa, con la diva transformada en agente comercial del delincuente en su búsqueda de productoras. Luego está Penn. Amigo de Hugo Chávez, al que definió como campeón de los pobres del mundo. El astro viajó a México para departir con el «Chapo». Su texto tiene el ruinoso encanto del amateurismo y presenta una sucesión de lugares comunes, alabanzas de su propio valor e hipérboles relativas a la posibilidad de sufrir un ataque (¿en serio, Penn?), más el añadido de un cuestionario sobón y entregado. Libre de veneno periodístico. Muy del gusto del narcotraficante. Que, por cierto, contó con la posibilidad de aprobarlo o sugerir cambios en sus declaraciones. Sin duda el intérprete de «Milk» y «La delgada línea roja» se vio a sí mismo como la reencarnación de Ryszard Kapus’cin’ski. Qué morro y qué flipe, Penn. Qué fácil clamar por tu audacia mientras decenas de periodistas comen tierra en las fosas comunes del crimen organizado, mientras hay periodistas amenazados, periodistas amordazados, periodistas chantajeados y tiroteados y hasta liquidados por los sicarios del mismo hombre con el que Penn, autobombo y hagiografía mediante, aspiraba a ganar el Pulitzer. Nada nuevo en un tipo que epitomiza como pocos lo mejor y lo peor del Hollywood que radia talento e incuba egos dignos de un césar. Cómicos que cegados por el dulce tañido del éxito confunden los parabienes críticos y el oro de la taquilla con un cheque en blanco para hacer cuanto les plazca. Incluido, y en lugar destacado, el ridículo.