José Luis Alvite
Penumbra con salmuera
Nuestras vidas son la recolección de hechos que recordamos por la sana emoción que significaron en su momento, pero son también el recuento de aquellas otras cosas que conmemoramos por el daño que nos hicieron, por el pésimo aspecto que tenían o por su penetrante mal olor. Hay en nuestros remordimientos una especie de poso olfativo que los hace duraderos, no en función de lo mal que hicimos entonces las cosas, sino por lo mal que aquellas cosas olían. Pero hay también una gratitud recordatoria al asociar ciertos niveles de placer con determinadas dosis de peste, como el que recuerdo hacer sentido al seguir con los ojos cerrados el ácido rebufo de la muchacha con el cuerpo aliñado con el sudor de algún esfuerzo acumulado, con las ingles marinadas después de un largo viaje en tren, baqueteada por el tedio y desalentada por la fatiga, los ojos diezmados por el cansancio, así y todo excitante y alimenticia, lascivo condimento, vietnamita poleo de lujuria, como aquella gitana de la que creí haberme enamorado porque al cruzar las piernas hacia el viento en aquel descampado me llegaban desde la comisura de sus entrañas –ováricas y capciosas–, la resina crustácea de su menstruación y aquel aroma urticario en el que se mezclaban en magnífico equilibrio el licor viscoso del sexo y la pulpa sobada del hocico de un perro que eructase el aliento grapado de un cangrejo. ¡Qué agradable escarmiento el de aquellos días de placer y de asco! Recuerdo que por San Bieito tía Pepita salía de la novena en Cambados y yo me quedaba de niño un rato husmeando en la penumbra de la iglesia la salmuera que dejaban en los bancos las labiales grupas tordas de las muchachas. Y gracias a aquello ahora sé que un mal olor no destruye la conciencia sin haber deteriorado antes la madera.
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