Ángela Vallvey
Pirineos
La cordillera de los Pirineos es fabulosa. Nada mejor para el verano. No sólo por sus dimensiones, sino porque al igual que ocurre con los lugares más altos de la tierra, llega hasta las nubes, se adentra en el corazón del cielo, y tal hazaña la dota de un aire legendario. Los Pirineos sirven de frontera entre España y Francia, y ofrecen sus cimas más hermosas en Cataluña, mirando hacia sus fértiles campos e incluso desafiando al mar. Los griegos llamaban a la cordillera «Pyrenea», que proviene de «Pyr», esto es: fuego. Jacinto Verdaguer, en su poema «La Atlántida», habla de un gran incendio que tuvo lugar en estos montes, en la época en que Hércules recorría el mundo batiendo récords, como el gran plusmarquista mitológico que era. Se encontraba el dios en la Provenza, más o menos, cuando el fatal incendio se propagó por los Pirineos, llevándose consigo a los humanos, las cosas y las bestias que se cruzaban a su paso. Incluso los montes empezaban a derretirse cuando Hércules, que había olido a chamusquina, escuchó el llanto desolado de una muchacha. Rebuscó entre cenizas abrasadoras hasta que dio con la joven, que contó su historia: era hija de un rey que gobernaba en Iberia hasta que el monstruo Gerión –un bruto repugnante de tres cabezas, ninguna de las cuales le servía para pensar–, le arrebató el cetro. La princesa se refugió en aquellas imponentes cumbres hasta que Gerión prendió fuego a las montañas con la idea de acabar con la moza. Una vez contado esto, la hermosa Pirene murió frente al mítico dios. Hércules, conmovido, decidió construirle un mausoleo digno de su hermosura. Así creó una grandiosa cordillera, cuya belleza perfecta salida de su divina imaginación pudieron disfrutar los seres humanos a partir de entonces. Y asombrarse.
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