Restringido
Podemos se desmorona
Podemos estaba basado en la absorción de los movimientos sociales de protesta, fundados sobre la igualdad de sus miembros, la participación directa, la movilización continua y la elección clara de sus dirigentes. Era el partido-movimiento que describió Kitschelt para América Latina. Esa implicación de la persona con el proyecto, el «empoderamiento», generaba una ilusión que está desapareciendo a ojos vista. La prueba es el estrepitoso fracaso de la movilización contra la Ley de Seguridad Ciudadana, a la que han denominado con el tópico de «Ley Mordaza».
No se trata de que se diluya el voto del odio, de la frustración y de la venganza de los que no tienen nada que perder. Tampoco es que las propuestas sociales del Gobierno de Rajoy, pensadas sobre todo para contestar a Podemos, sean un revulsivo suficiente. Es que la rabia sólo se traduce en voto si hay una propuesta que genera ilusión. Aquello del «tic-tac» funcionaba cuando anunciaba el próximo fin del «infierno», y el advenimiento del «paraíso» de la mano del líder-mesías que encabezaba una organización partera de un mundo nuevo. Pero es ésta precisamente la dificultad que tiene el mesianismo propio del populismo: una vez que la ilusión se diluye son necesarios sistemas autoritarios de dirección y control.
El carácter de «partido del pueblo» que decía darse Podemos estaba basado en la democracia interna, que a la hora de la verdad se traducía en la recolección de propuestas diversas y en un sistema engañoso de elección de cargos, el dowdall, que primaba a los cabezas de lista, pero que daba la apariencia de pluralidad. Ahora, Íñigo Errejón, auténtico cerebro de Podemos y del Consejo Ciudadano Estatal, ha ideado un reglamento que elimina la circunscripción provincial para la elección de candidatos del partido, e impone la lista única. El argumento para el cambio es el mismo que se ha oído en los populismos desde comienzos del siglo XX: el sacrificio en aras de la arcadia futura. Iglesias y Errejón blindan a sus candidatos con la «lista plancha», y supervisan su funcionamiento a través de la Comisión Electoral. Los motivos es que los Círculos se están vaciando de gente común, y son cada vez menos numerosos y fiables. Permanecen los viejos movimientos del 15M, fieles al utopismo inicial y, por tanto, son incontrolables, contestatarios y adictos a la oposición. Junto a éstos aguantan los inflexibles de Izquierda Anticapitalista, los nacionalistas lugareños, y los submarinos de Izquierda Unida, esos mismos a los que insultaba gravemente Pablo Iglesias hace unos días.
Podemos no se atreve a una democracia interna abierta. Iglesias y Errejón no quieren arriesgarse a contar con un grupo parlamentario inestable, compuesto por diputados que se sientan sólo legitimados por las bases de su provincia. Iglesias desea diputados que todo se lo deban a él y al Consejo Ciudadano Estatal. No quiere disidentes cuando al segundo siguiente de las elecciones generales declare que va a pactar un Gobierno de coalición con la «casta» del PSOE.
De ahí la rebelión interna en Podemos, las críticas de Teresa Rodríguez, Echenique, Urban y otros dirigentes; las dimisiones de Juana Guerrera (Córdoba) y Juanma Brun (Santander); o los manifiestos de protesta de círculos que conformaron las «mareas». Porque uno de los problemas del partido-movimiento es su articulación en unas elecciones generales en orden a competir. La democracia interna de un movimiento social es inútil en unas elecciones generales. El paso de lo asambleario a unas elecciones generales competitivas exige el sacrificio de las formas primarias locales, y el mantenimiento de las ambiciones de los líderes locales a los que se ha dado protagonismo con el movimiento social. Por eso Podemos se desmorona: la gente común se va y los líderes locales están insatisfechos.
Si los partidos tradicionales, como el PP, quieren adaptarse a la nueva política no deben seguir el modelo de Podemos, sino hacerlo bien. La democracia interna –sigo aquí a la politóloga Flavia Freidenberg– es el reconocimiento y garantía de procedimientos para la participación en rango de igualdad en los procesos de toma de decisiones, con libertad de expresión y agrupación, con el objetivo de conformar una dirección o programa, usando mecanismos competitivos; y cuyo cumplimiento pueda ser fiscalizado. Evidentemente, existen grados de cumplimiento de estas normas, pero deben ser respetados, no cambiados a capricho de la dirección.
La clave es disminuir la distancia entre los ciudadanos y la organización partidista a través de la transparencia de los procesos internos, el carácter inclusivo ante la sociedad civil y el ciudadano, y la definición clara y tajante de la responsabilidad individual de los dirigentes. Es preciso abrir el partido tradicional sin llegar al ingobernable asambleísmo, para generar la identidad del ciudadano con una opción política, y el compromiso y la ilusión que movilizan. Sin esto, no sólo no es posible enfrentarse hoy a unas elecciones para ganar, sino construir un partido moderno en la nueva política.
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