Ángela Vallvey

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La Razón
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La historia de la infancia es turbadora. Los niños atraviesan un proceloso océano de tiempo hasta llegar a la adolescencia y la mayoría de edad. En el siglo XIX, la pobreza y la explotación eran lacras que sufría casi la totalidad de los infantes. El ser humano está precariamente dotado para pasar una vida extrauterina autónoma durante tan largos años sin la protección de sus progenitores. Por eso zozobra y se ve inmerso en conflictos, violencia y peligros sin límite. Al albur de los que son más fuertes que él. Y, cualquiera puede ser más fuerte que un crío. La existencia, para los niños, es un largo camino a través del bosque donde abundan los lobos, que los acechan igual que a Caperucita Roja. Ese cuento es, por cierto, uno de los que mejor retratan la odisea de las criaturas en su lucha por crecer y sobrevivir. Sigue siendo una metáfora perfecta de lo que espera a los chavales: dientes afilados que surgen por sorpresa y lo pueden devorar a uno, oscuras amenazas sin nombre, dificultades terribles... No: crecer no es fácil. Nunca lo ha sido. Las criaturas, a lo largo de la historia, han estado expuestas a abusos y malos tratos y han sido víctimas del infanticidio, a veces considerado eufemística y cruelmente simple «control de la natalidad». La infancia no ha sido sujeto de derechos jurídicos hasta hace muy poco. Abruma pensar cuánta historia ha transcurrido hasta el momento de considerarla como receptora de bienes jurídicos. Por no tener, los niños no han tenido muchas veces ni derecho a la vida. Pero el legislador, buen conocedor de la difícil e ignominiosa historia legal de la infancia, en nuestra época ha querido «empoderarla», otorgar a los niños todos los derechos posibles. Incluso... algunos que los chavales no están capacitados para manejar. En el transcurso de muy pocos años, nos hemos encontrado con una vuelta de tuerca jurídica asombrosa: hasta no hace mucho, no había protección por parte de la ley al menor, mientras que ahora se le ha dado incluso la potestad de poder ejercer una tiranía doméstica inédita sobre su familia, en concreto sobre sus padres. Así, hay chavales que denuncian y coaccionan a unos progenitores que, al contrario que antaño, se atemorizan ante el «poder» legal de sus hijos.

Pero la justicia es equilibrio, no estímulo del despotismo: quizás por eso, en este asunto, sigue brillando por su ausencia...