Alfonso Ussía
Postureo lector
Creo que la imagen más sugerente del verano –respeto la controversia–, con centenares de miles de copias reproducidas en las redes sociales y medios de comunicación, no es otra que la de doña Begoña Gómez Fernández, esposa de don Pedro Sánchez, extendiendo el aceite protector en la espalda de su marido, en una playa de muy probable ubicación en la costa de Almería. Hay alarde de dominio en la seguridad del lance y el trance, y porqué no reconocerlo, una holgada maestría. Cuando de joven y no tan joven, acudía con más frecuencia a las playas, tuve la oportunidad de expandir o extender toda suerte de productos bronceadores o protectores en las más diversas espaldas del universo femenino. Y adquirí notable fama de precisión y tacto, aunque jamás superé el listón de aceitero aficionado. Nunca lo practiqué en espaldas masculinas, por aquello de mi antigüedad políticamente incorrecta. No me gustan los hombres, y si quieren cremas en sus espaldas, que se las arreglen como puedan. Pero siempre, dentro de la medida, la prudencia y el respeto, atendí con diligencia las demandas femeninas de extender la película cremosa o aceitosa sobre sus espaldas recién emergidas del frescor de las olas.
Doña Begoña, que según me cuentan mis amigos sinceros del PSOE, es la que lleva los pantalones en el hogar de los Sánchez Castejón, parece obsesionada por habitar en el Palacio de La Moncloa. Su entrega a la salud dorsal de su marido se embellece por su flexibilidad admirable mientras procede a embadurnar la espalda de su esposo mientras éste, siempre culto y sediento de sabiduría, lee un libro tumbado sobre la toalla. Tumbado el esposo, no el libro, que las confusiones están siempre al acecho de la interpretación.
Postureo lector. Gran mentira. Imagen para la propaganda. La lectura no es compatible con la caricia espaldar. No es posible la concentración lectora mientras la mano segura de una bella mujer se mueve por las llanuras, ranuras y esquinas lomeras o costillonas de la espalda, y menos aún, cuando esos rincones se ubican en los aledaños del cambio de tercio, es decir, en los tramos finales del dorso que anuncian los predios del tafanario, también conocido como culo, pompis en los niños.
Suponiendo que el libro era interesante, ameno y divertido, como el «Ulises» de Joyce, el «Lobo Estepario» de Hesse, el «Poemario del llanto del Orinoco» de Monedero, o «Soria nos mata», de Rajoy, Guindos y Javier Arenas con prólogo de Montoro, una mano aterciopelada y sabia impide siempre la fluidez lectora de cualquier receptor de caricias cremosas. El hombre no está hecho para compartir la lectura con el placer acariciado. Un hombre que no finge, cuando su lectura es interrumpida por una crema refrescante, le ruega a su mujer que detenga la faena «hasta que termine de leer el poema a Chávez» o la página 76 del «Ulises» en la que todavía no ha pasado nada de nada. O se entrega a la delicia, cierra el libro y lo posa sobre la toalla en espera de una mejor ocasión para enriquecerse culturalmente. Pero esa doble función, la de lector y acariciado, está científicamente demostrado que es imposible, y ahí está el ensayo del profesor polaco Branko Falkowsky para certificarlo. Dice así en su «Introducción a los Imposibles Humanos»: «El que lee mientras es acariciado, no lee, hace que lee, pero no se entera absolutamente de nada, lo cual le sitúa en una posición muy cercana al ridículo».
De tonto no tenía un pelo el profesor Falkowsky.
El postureo lector. El de Iglesias que regala libros para no tener que leerlos, y el de Sánchez que representa la «pose», o lo que es igual, la farsa del progre siempre sometido a la lectura.
Si al menos le sirvió para no ponerse como un cangrejo cocido, sinceramente, me alegro y congratulo.
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