Julián Redondo
Presuntos inocentes
Son las tres de la madrugada. Reeva corre despavorida y se oculta en el baño. No encuentra un lugar más seguro. Tras ella, Oscar, fuera de sí, la persigue, vocifera; blande un bate de béisbol para echar la puerta abajo; luego empuña la pistola... Pudo ser la secuencia de los últimos minutos de la bella modelo en este mundo. Quizá fue así como Pistorius, presuntamente, acabó con su vida. Los indicios le condenan; las pruebas le señalan. Quién sabe si los análisis del ADN lo exculparán. La familia del atleta proclama su inocencia. Hoy tiene una cita con el juez. ¿Contará la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad?
Detalles de la tragedia han circulado sin necesidad de recurrir al «Encase Enterprise», el programa ése que se utilizó entre 2005 y 2008 en el Barça de Laporta para espiar los correos electrónicos de empleados y directivos del club. De vuelta a Pretoria, lo último que ha trascendido es que en el lugar del crimen la Policía ha encontrado esteroides y anabolizantes. La historia de Pistorius se complica. Si se dopaba, sus victorias y sus récords hay que ponerlos en cuarentena.
Demasiadas acusaciones se ciernen sobre este deportista que ha mutado de ángel a demonio. Pero todo, en grado de presunción. Podría ser inocente, o culpable, rematadamente culpable como Tyler Hamilton, aquel presunto inocente que, siendo ciclista, negó más de tres veces haber consumido sustancias prohibidas, incluso delante de un positivo flagrante, hasta que, acorralado, cantó y descubrió de paso las trampas de Armstrong. Hoy animará el cotarro en el juicio de la historia interminable, la «operación Puerto».
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