José María Marco

Privilegios sindicales

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Un ERE (Expediente de Regulación de Empleo) es un mecanismo por el cual una empresa solicita autorización administrativa para despedir a parte de su plantilla. De confirmarse la instrucción de la juez Alaya, se deduce que, al menos en Andalucía, el mecanismo del ERE había creado un mercado propio con varios agentes interesados: los empresarios afectados, que encontraban facilidades, los sindicatos, en particular los sindicatos de clase, que cobraban una comisión de intermediación por cada empleado despedido, y algunos miembros de la administración bien dispuestos. Las buenas intenciones, como en tantas ocasiones, parecen haber tenido consecuencias indeseables. Hay algo más, sin embargo. Y es que el mercado de los ERE, de confirmarse su existencia, no habría podido llevarse a cabo sin la especial situación de los sindicatos. En tiempos de la Transición hubo que crear, casi de nuevas, instituciones que sirvieran de interlocutores al poder político y vertebraran la sociedad española. Así se pusieron en marcha los sindicatos, en particular los sindicatos de clase UGT y CCOO. El objetivo de conseguir interlocutores tuvo éxito. Excesivo, debieron pensar algunos socialistas cuando vieron que hasta entrados los 90 la única oposición al gobierno de Felipe González fue la UGT.

El segundo objetivo, el de la vertebración social, no está tan claro. Desde el primer momento, los sindicatos de clase comprendieron que no necesitaban el respaldo de los trabajadores. La afiliación en España es una de las más bajas de Europa. Sólo el 16,4 por ciento de los trabajadores está afiliado, en contraste con las cifras superiores al 60% en los países del norte, donde el sindicalismo está puesto al servicio de la democracia, y no la democracia al servicio de los sindicalistas. Más importante que conseguir afiliados ha sido gestionar las subvenciones inagotables, la «devolución» de patrimonio y el control del personal sindical con cargo a las empresas o a la administración. Las banderas republicanas y los desfiles de máscaras con empleados públicos disfrazados de radicales alternativos intentan disimular estos hechos.

Los sindicatos de clase disfrutan de un privilegio, típico de la izquierda española, que consiste en vivir del dinero público sin rendir cuentas. Al revés, se siente autorizada a exigir que los contribuyentes se muestren agradecidos por los servicios prestados. Así ha ocurrido, y aún sigue ocurriendo, en la enseñanza, en la cultura... Y en el sindicalismo. Se llega de esta forma a la situación extraordinaria, digna de los fueros y los estamentos del Antiguo Régimen, en la que los sindicatos estén exentos de cualquier supervisión. No se conocen los sueldos, ni se sabe la financiación real, ni hay control por parte del Tribunal de Cuentas. Ni la Iglesia, ni la Casa Real, ni los diputados disfrutan de estos privilegios. En un país en el que todo está regulado, una cuestión crucial como la huelga no lo está. No hay límites a su ejercicio. Los clientes o los usuarios suelen ser tomados como rehenes. Y en una democracia liberal como es la nuestra, los sindicatos son libres de convocar huelgas políticas.

Tal vez todo esto haya valido la pena si de verdad se ha logrado estabilidad y cohesión social. Es posible que haya sido así, pero el coste ha sido grande. La privilegiada situación de las oligarquías sindicales logró mantener hasta 2012 fórmulas de negociación ajenas a las empresas y a los intereses de los empresarios y trabajadores. El resultado ha sido un mercado laboral de una rigidez extraordinaria, que ha desalentado la contratación. El desempleo no ha bajado nunca del 8%. Como es natural, se dispara en tiempos difíciles. Debido a esta falta de flexibilidad, España debe de ser uno de los países donde más talento y más creatividad se desperdician.

Aun así, las cosas van cambiando. La retórica sigue intacta, pero poca gente confunde ya la defensa de los intereses de las oligarquías sindicales con la del interés general. Incluso las mismas organizaciones sindicales, en la parte en que son representativas de verdad, es decir en las empresas, han entendido que su supervivencia depende de su capacidad para defender a los trabajadores, no sus propios privilegios.