Libertad de expresión

Prohibido pensar

La Razón
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Hace unos meses un amigo, neurólogo y profesor en una Universidad de Nueva York, tuvo un enfrentamiento con varios de sus alumnos. Les explicaba la diferenciación del género durante la embriogénesis, así como la importancia que juegan los chupitos de hormonas que recibe el feto. Lo cual no significa que el nene resultante amerite a más o menos derechos en función de sus gónadas o que importe un carajo si te guste o te irrita que a los toros vaya con minifalda. El hombre quería hablar de ciencia y dio con los guerrilleros culturales. Individuos que a falta de mejor pasatiempo y causa más noble insisten en pregonar las virtudes de la censura. Un cáncer con raíces bienintencionadas. ¿Quién excepto un loco puede regodearse en la falacia de la superioridad y/o inferioridad cultural de un colectivo o alardear de unas teóricas diferencias tribales para mejor acreditar su xenofobia? El problema surge cuando en las universidades, y algunas tienen un pasado de aúpa en cuestiones raciales, el legítimo deseo de proteger a las minorías y enjuagar los abusos pretéritos acaba por transformar sus campus en desolados pudrideros intelectuales. No exagero: algunas ya prohíben hablar de esto o aquello si el debate se considera ofensivo, establecen lugares bautizados como safe heavens, «espacios seguros», en los que los estudiantes que pertenecen a una minoría pueden refugiarse en la confianza de que ciertas discusiones están vedadas, así como exigir a los profesores que avisen antes de afrontar un asunto espinoso, de forma que los estudiantes que lo deseen puedan irse. Stephanie Saul, del «New York Times», escribía recientemente sobre el programa de la Universidad de Clark para evitar las «microagresiones», o «comentarios peyorativos o negativos, a veces proferidos sin la intención de causar daño, dirigidos a personas de grupos marginados». Entre las recomendaciones que reciben los estudiantes, «no pidas ayuda para tus trabajos de matemáticas a un estudiante asiático al que no conozcas y no preguntes a un estudiante negro si juega al baloncesto. Ambas preguntas hacen suposiciones basadas en estereotipos. Tampoco digas, “Eh, chicos”: podría interpretarse que excluyes a las mujeres». Varias encuestas recientes sugieren que la mayoría de los estudiantes apoya que las universidades regulen el lenguaje, incluido el de los profesores. También les parece fetén montarle un pollo a cualquier conferenciante que ose discutir su sacrosanto punto de vista. El legítimo empeño de fomentar un ambiente universitario reactivo a los prejuicios se ha transformado en caldo de cultivo de la intolerancia. Creer que los estudiantes son incapaces de procesar opiniones distintas es tomarlos por idiotas. En vista de ciertas reivindicaciones quizá ése es el problema. Sin olvidar, claro, que en EE UU la universidad es un negocio. Como escribían Kevin y Marilyn Ryan, editores de «Por qué todavía soy católico»: «Los estudiantes pagan y, por tanto, si quieren pizza a diario tendrán pizza, si quieren televisión por cable en sus habitaciones, también la tendrán, y si quieren “seguridad intelectual”, se la daremos. En América, el cliente siempre tiene razón».