Trabajo

Pruebas de fuego

La Razón
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No sé si estas figuras se estudian en las escuelas de negocios o en los «masters» sobre liderazgo. Tampoco, si sociólogos y psicólogos las contemplan en sus inventarios sobre comportamientos humanos.

Los militares aprendemos pronto en academias y unidades, una serie de ejemplos históricos que van formando a fuego lento nuestra personalidad: de Numancia, lo que es resistir; de Guzmán el Bueno, lo que es el sacrificio familiar; de Breda lo que es llevar el honor al campo de batalla; de los Sitios de Zaragoza, que las mujeres pueden ser tan bravas como los hombres; del Alcázar de Toledo, otra vez el sacrificio y la resistencia invencible; de Santiago de Cuba, la honra; de Churchill, que hay ciertos momentos en que sólo se puede ofrecer sangre, sudor y lágrimas; del coronel francés De Castries, saltando en paracaídas sobre el campo atrincherado de Dien Bien Phu, que el honor está por encima del dolor de la derrota.

En los Ejércitos y la Armada se estudian los comportamientos humanos, porque la selección debe ser constante, porque se pretende que los ascensos representen compromisos de mayor responsabilidad y no sólo meros premios. Esto se consigue con información acumulada a lo largo de años de servicio y con decisiones colegiadas, ponderadas, dentro de lo posible, acertadas. Quien finalmente firmará el ascenso, muchas veces deberá decidir entre currículos y valoraciones muy semejantes. ¡Aquí estriba una de las funciones del mando, que no puede delegar: decidir! No siempre lo tiene fácil.

Yo guardo el buen ejemplo de uno de mis jefes al que sigo respetando y queriendo. Tenía el viejo poso de sabiduría heredado de sus veteranos, cuando aconsejaba: «si tienes dudas sobre si debes ascender a alguien, hazle llegar directa o indirectamente que su ascenso no está seguro; luego le observas; si su comportamiento no varía, si sigue animoso y trabajador, si su trato con subordinados y superiores es el mismo, merece el ascenso; si por el contrario se abandona, se rebela, critica el sistema, difunde su frustración por babor y estribor, descártalo. No lo merece».

Tengo la impresión de que la sabia Iglesia con más de veinte siglos de andadura se rige por parámetros parecidos. Todos conocemos a eternos «obispables» que nunca son elegidos, porque los criterios de una institución que ha conocido traiciones y negaciones ya en sus primeros tiempos y después ambiciones, cismas y guerras, están muy consolidados.

Tampoco descubro nada si digo que las empresas familiares, los viejos patronos, se rigen por unas reglas de oro no necesariamente escritas, que han sabido transmitir de generación en generación. He conocido en Barcelona a un empresario, honesto, emprendedor y riguroso, que reconocía que el capital heredado de sus abuelos procedía de las plantaciones de caña de azúcar cubanas, en las que el gran capital catalán había invertido. Y no niega que parte de estos beneficios procedían de los brazos de esclavos reclutados en Corisco, una base negrera ubicada en la antigua Guinea Ecuatorial española. Y no utiliza el título nobiliario que compró un antepasado mediante tasas y corruptelas a algún Gobierno de Isabel II, porque no se siente solidario con aquel tiempo. Pero no lo oculta. Sabe transmitirlo a las generaciones jóvenes como mala práctica, como ejemplo a no imitar, dejando claro que hoy es difícil interpretar la mentalidad empresarial de mediados del XIX.

En estos tiempos revueltos que vivimos, los tres ejemplos son de utilidad. Sé que el lector los asociará a una persona. Pero no es la única. Y como reflexión general quisiera llegase a las nuevas generaciones que entran en política, porque si no son capaces de aprovechar experiencias –buenas y malas– de sus mayores, podrán acabar como se ven muchos estos días: sentados en un banquillo.

No se pueden ocultar antecedentes familiares relacionados con el franquismo, cuando se ha nacido tres décadas después de finalizada nuestra contienda civil. Mi amigo empresario de Barcelona no oculta nada referido a sus antepasados negreros, ni obvia Corisco y quiere a Cuba aunque perdió todas las propiedades heredadas.

No se puede postular uno como obispo o como cardenal, sin contar antes con las sabias, cautas, prudentes y lentas reglas de la madre Iglesia.

No se puede proclamar la intransigencia, como si ésta sea una virtud.

Y si cuando al saber que no tiene todos los mimbres para el ascenso, abandona el barco, se niega a defender sus postulados –que pueden ser legítimos– en el lugar y momento que corresponde e incita a la rebeldía y al cisma, se descarta automáticamente.

¡De libro!

Ya lo decía Rousseau: «la autopsia de todo régimen político –en este caso de un político– siempre es clara: suicidio».

¡Cuánta razón tenías, mi general antiguo!

No sería mala praxis que los partidos políticos sometiesen a sus jóvenes dirigentes a estas pruebas de fuego.