Rocío Jurado
Qué no daría yo
Qué no daría yo por estar sentado en una butaca viendo fascinado a la más grande sobre un escenario y temiendo que después de más de dos horas de actuación memorable terminara, como era habitual en sus conciertos: «Te amo en la alegría/ te amo en el peligro y en la calma/ te amo tanto, yo te amo tanto/ os ha amado, como nadie os ha amado nunca, vuestra... Rocío Jurado». También daría todo por una de sus llamadas, por una tarde en su casa, un día en la finca... Por convivir en el Rocío. Y es que Rocío era, rectifico, es su nombre y su devoción máxima. Por eso, en la madrugada del 1 de junio de hace años, cuando los caminos se llenaban de hermandades para llegar a la cita con la Señora de las Marismas, ella, viendo que no le quedaban fuerzas, decidió dejarnos y convertirse en paloma brava y así no faltar a su cita de Pentecostés. Nunca le falló a la Virgen, y así sigue, con ella, pero en balcón preferente en el cielo, que es casi tan bueno como el de Pilar Burgos en la Campana cuando Jurado necesitaba llorar al paso del Gran Poder y la Macarena. Una vez le pregunté por qué nunca cantaba en sus espectáculos una canción, prácticamente desconocida de su repertorio. «Sé que también me iré/ agotado el llanto, aquellos que me amaron, volverán a reír/ cantando festejarán mi muerte aquellos que me odiaron/ todo lo mío se irá olvidando», decía el tema. Ella, con una nube de tristeza, me dijo con aquel tono que empleaba para las cosas que ella consideraba importantes: «No puedo cantarla, lo que dice lo siento demasiado cercano». Siempre estuvo en el punto de partida, en el arte y en su vida privada, esperaba encontrar un tiempo para el sosiego, para las pequeñas cosas, no retirarse pero sólo hacer unas cuantas actuaciones al año y algún especial en TV; pero cuando de una persona depende una empresa, sin posibilidad de que alguien te sustituya al frente, la responsabilidad del trabajo de tantos, más una familia que también dependía de ella, termina siendo un penal sin posible redención. Además, la cercanía a la tremenda letra de una canción a la que temía se hizo realidad. Salvo en una cosa, diosa Jurado, lo tuyo no se irá olvidando. Siempre estarás, siempre serás la más grande. Recuerdo que me contestó que tuviste un momento en el que pensaste dejarlo todo, porque ya eras un nombre entre las artistas; pero no, el salto definitivo no llegaba, te perseguía aquel fandango, que cantabas siempre como un juramento: «He llegao’ donde he llegao’/ y quiero llegar a más/ por mi madre lo he jurao’». Porque habías abierto muchas puertas importantes, pero hasta que se te abriera la del Príncipe no se habrían cumplido tus sueños y tus juramentos. Claro que, cuando se llega a la cumbre, siempre se van quedando jirones de la vida por el camino. Para ti, el más grande, la muerte de Rosario, esa bellísima mujer que llevó una dura vida, que se amarró a ti en la aventura de Madrid, donde llegasteis en las pateras que eran los vagones de tercera de la época. También fueron tiempos de fatigas, pero Rosario vio enseguida que el sueño de su hija podía realizarse. Tu gran pena es que tu madre pudo verte ya camino del éxito, pero no llegó a disfrutar verte convertida en una superestrella. Por eso te volcaste en los tuyos. Era una forma de darle a tu madre todo lo que no tuvo. Recuerdo tanto tu último Rocío porque tú sabías que era el último y lo devoraste. El lunes, una vez que la Señora había vuelto a su casa, se repitió el recorrido habitual: casa de Charo Escrivá de Romaní, donde tu hija Rocío y yo hicimos también el último reportaje para el programa de Teresa Campos; visita a los González Byass; para terminar con los Domecq y los Bohórquez. Cantaste hasta romperte. Tenías que irte de las arenas rocieras como lo que eras: la más grande. Le cantabas a tu madre aquello: «Algo se me fue contigo, madre». Cuántas cosas se me fueron contigo, Rocío de luna blanca.
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