Cristina López Schlichting

Ratzinger, alegre con Francisco

La Razón
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Es bueno saber de un amigo y, cada cierto tiempo, el periodista Peter Seewald nos da noticias de Joseph Ratzinger, retirado del mundo en un monasterio en la parte alta de los jardines del Vaticano. Está ciego del ojo izquierdo y ya no oye, ha perdido peso y a todas luces hace la vida de un viejo monje, calzado con unas simples sandalias. De sus palabras se transparenta una gran humildad, la del hombre que lo era todo al frente de la Iglesia y decidió retirarse discretamente a un lado y dar paso al siguiente. «No me encuentro –dice con sencillez– lo suficientemente fuerte interiormente para dedicarme con constancia a las cosas divinas y espirituales». No reza todo el tiempo, pues, sino que redacta su homilía del domingo, recibe a unos cuantos visitantes y amigos y escribe alguna cosa personal que, confiesa, destruirá. Ya no piensa en sacar libros.

El libro de Seewald se llama «Últimas conversaciones» y aborda las circunstancias de su dimisión, el escándalo Vatileaks o los problemas financieros. Son dos alemanes frente a frente, así que no hay pelos en la lengua. En octubre lo tendremos en la editorial Mensajero, pero como el tiempo moderno es muy escaso, si usted no puede leerlo o quiere abrir boca, le recomiendo el artículo que en aceprensa.com ha publicado Miguel Castellví, el histórico y épico corresponsal de ABC en Roma. Hay dos cuestiones candentes que consigue captar muy bien. La primera, la satisfacción con que el Papa habla de su sucesor: «Hay –precisa– una nueva frescura en la Iglesia, una nueva alegría, un nuevo carisma que se dirige a los hombres, es una cosa muy hermosa». La segunda es la tremenda pregunta de Seewald, si Ratzinger nunca ha tenido dudas de fe. Y Benedicto responde: «La cuestión de si todo tiene realmente un fundamento se vuelve a presentar en todos los hombres, pero yo he tenido tantas experiencias concretas de Dios que tengo suficientes armas para superar esos momentos (...) Mi fe era firme, gracias a Dios».

Los pueblos y las naciones padecen dirigentes mediocres hoy en día. Los hay, incluso, que sufren espantosos líderes. Merece la pena reflexionar por qué, en medio de semejante decadencia, la Iglesia tiene sucesores de Pedro de la talla de Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI o Francisco. En esta época de fama, poder, dinero sangriento, los dos Papas encarnan de una manera profética las mejores figuras del cristianismo, las de Francisco de Asís, Teresa de Calcuta o Juan de la Cruz. Son hombres a los que el «mundo» no consigue reducir, dos tipos que saben que lo que importa verdaderamente está en otro sitio. Sus pontificados están arrancando a Roma un aura mágica y distante, que la alejaba de la gente sencilla, y devolviendo a los pobres –que somos todos– la sede de Pedro. Desde la jubilación de Ratzinger hasta la expresión sencilla de Francisco todo nos habla de una nueva era con nuevas, hermosas prioridades.