José Luis Alvite
Retiro con palomas
Algún día tal vez sepamos las razones por las que Joseph Ratzinger renunció al pontificado para convertirse en un ser enclaustrado y orante mientras circula toda clase de elucubraciones y los cardenales le buscan un sucesor. Quienes elogian su sensata honestidad al declinar los deberes del papado contradicen a aquellos otros que proclaman su cobardía, sin olvidar, claro, que pudiera ocurrir que se trate sólo del cansancio propio de un hombre de su edad, alguien que habría dado síntomas de que en su caso la carga de la cruz podría ser más llevadera que el simple peso de la ropa, del mismo modo que los guerreros medievales desistían de luchar extenuados por el insoportable peso de tanta ferretería. A mí me gusta la idea del Papa cartesiano y cansado, con su lúcida cabeza amenazada por la irreversible penumbra de la ancianidad y diezmados los pasos por tener que arrastrar a sus años el ajuar completo del reparto de «Los Diez Mandamientos». Con arreglo a los valores de su fe, Benedicto XVI podría haberle solicitado a Dios un último aliento divino para sobrellevar la agobiante carga de su pontificado, pero se comprende que por culpa del horrible cansancio haya preferido pedirle un poco de oxígeno y que le acerque una silla. Ahora se tomará un respiro en Castelgandolfo, lejos ya del pastoral ajetreo petrino, en un balneario retiro de oración, jardinería y palomas, mientras los cardenales reflexionan o conspiran antes de decidir sobre quién recaerán la carga evangélica y el peso del ropero. Yo felicito a Joseph Ratzinger por ceder a la tentación del merecido descanso. Ojalá viva muchos años y disfrute de la calmosa sabiduría a la que da derecho la vejez. Se lo ha ganado a pulso. Podrá meditar, rezar y escribir sin sentirse agobiado por la estresante agenda que suele imponer el pontificado. Es obvio que a cierta edad hay que acercarse a Dios cuidando de no alejarse demasiado del baño.
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