Alfonso Ussía
Revolución de arroyos
España, esa tierra tan despreciada por el agua, está inundada. En Sierra Morena puede aparecer con la misma intensidad y color la figura del romántico bandolero que la del jinete británico cabalgando al galope en pos de los zorros. Lor ríos desbordados. En el norte de Castilla, un Pisuerga amazónico, un Arlanza caudaloso, el Valdavía fuera de sí, el Duero ahogando viñas y los arroyos, en trance de revolución. Se han convertido en ríos, y quieren mantener su condición de tales.
Siempre que viajo por carretera me fijo en la señalización de los ríos. Muy pocos lo son. «Río Esgueva», dice la señal, y uno mira y nada advierte. El presumible río apenas lleva agua, y la escasa que corre se camufla en la fronda vegetal que hace guardia en sus orillas. Los álamos, aún desnudos, se ponen de acuerdo para impedir la vista del agua, ese bien tan escaso. Los Picos de Europa se muestran majestuosamente blancos, y los ríos salmoneros del norte de España bajan rabiosos, entre peñas y desfiladeros. El Deva, a su paso por la Hermida, truena. Como el Narcea y el Sella, sonoros e invencibles. El Saja, el Besaya, el Pas, después de su corto recorrido, se pierden en la mar tintando de ocre y sepia las olas que mueren en las playas y chocan con los rompidos y acantilados.
Pero ayer, en el viaje de vuelta hacia el cemento y el escrache, me emocionó la revolución de los arroyos. Han tomado la iniciativa y se han vuelto ríos, algunos de ellos caudalosos. Las lagunas que surgen milagrosamente en las norteñas tierras castellanas,son lagos presuntuosos habitados por patos y garzas. Los afluentes contribuyentes a los grandes ríos, tan poderosos como los contribuídos. En Lerma, el Arlanza se ha levantado contra la autoridad competente y sus márgenes tradicionales han desaparecido. Aguas de lluvias, aguas de nieve y aguas de los pantanos, que sueltan sus reservas a punto de reventar. El que hoy sobrevuele la piel de toro no verá otro paisaje que el de los verdes enfrentados.
«Río Gomejón» se anuncia. Nunca he visto correr el agua en el arrogante río Gomejón, sólo al alcance de las ranas menos desarrolladas. De las ranas bajitas. El Gomejón, ayer, era un río de una vez por todas, río al fin y al cabo, río de una puñetera vez. La rebelión de los modestos de la naturaleza, que no buscan demagogias políticas ni beneficios materiales en sus levantamientos, sino simple y llanamente, que se les reconozca su dignidad. Y en Somosierra, la gran cascada de agua que alimentan las nieves de sus cumbres.
Escribió Giovanni Guareschi, que el agua sólo mantiene su elegancia en la horizontalidad. Que Iguazú, como Niágara, como Victoria, como el Salto de Ángel o nuestra más modesta Cola de Caballo, son artilugios de feria que la naturaleza permite para que se asombren los turistas. Pero que el señorío del agua se resume en los ríos que descienden poco a poco hacia su destino. Guareschi no escribía con dogmatismo, porque sus ideas le venían en el momento y por cada momento, pero siempre he pensado que le sobraba razón. Iguazú es un espectáculo para un día. El Salto de Ángel una maravilla efímera y las cataratas del Niágara una ordinariez comercial. Mucha más hondura y categoría social tienen esos regatos, esos arroyos, eso hilos de un agua que no era agua que se han convertido en ríos, en venas de riqueza por toda la piel de España.
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