Martín Prieto

Rosa deshojada

Rosa Díez cuenta con una dilatada biografía política caracterizada por la arrancada de caballo y la parada de burro, con lo que era previsible que acabara descabalgando en un salto por encima de las orejas del rucio. Su seña de identidad es un capacho de buenas intenciones empujadas impositivamente y con un voluntarismo envidiable. Quiso ser la jefa del socialismo vasco contra Nicolás Redondo y del PSOE contra Rodríguez Zapatero, y necesitó de estos resbalones en la cucaña para descubrir el perfil partitocrático de nuestra democracia y fundar una prometedora UPyD, regeneracionista y con una idea de lo que es España exenta de ambigüedades. Eso hay que agradecerle a Rosa Díez que se hizo acreedora a que el terrorismo quisiera matarla, así como su oposición a la brumosa negociación con ETA de ZP que sigue enturbiando la Justicia y nuestra política penitenciaria. Pero con propósitos tan aseados levantó otro partido partitocrático, utilizando cuña de la misma madera. No hay que zaherir a Rosa porque la crítica más poderosa la tiene dentro, y es que le perjudica no ya su ambición sino su carácter autoritario manifestado hace años cuando pretendió encausar al santo de Antonio Mingote por una viñeta que no le dio la gana de entender. Imprudentemente puso la cara más agria al PP, del que soñaba hacer leña, tampoco previó la emergencia de los oportunistas que venden utopías traídas de los suburbios coloniales, y se negó tozudamente a converger con Ciudadanos sabiendo que mandaría Albert Rivera quedando ella de reina madre. Hoy UPyD tendrá unos cinco mil afiliados habiendo perdido dos tercios en favor del hermano separado y con posibilidades de no llegar a noviembre tras el descalabro en Andalucía. Como el barón de Munthausen Rosa ha querido siempre elevarse tirando de sus propios cabellos y ha deshojado sus propios pétalos. Por un clavo se perdió una herradura, por ella un caballo que perdió a un caballero, y por un caballero se perdió un reino.