Alfonso Ussía
Rufián
No pretendo intentar gracia alguna con su apellido. Es demasiado fácil. Ya lo he contado. En los años ochenta, harto de bromas de mal gusto, el distinguido ciudadano Ramón Luis Cojón Pequeño solicitó al Ministerio de Justicia el cambio de nombre. Transcurridos ocho meses se aceptó su solicitud. Y a partir de aquel momento pasó a llamarse Fernando José Cojón Pequeño, porque lo que le molestaba y zahería era el «Ramón Luis».
El pasado viernes, como un telespectador más, conocí a Gabriel Rufián, diputado independentista de la Izquierda Republicana de Cataluña. Habló de su familia. De sus abuelos de Almería y Jaén, y de su padre, de Jaén y Almería. Algo así porque me perdí. Como escribe en ABC Rosa Belmonte, uno de los jóvenes talentos más bruídos e ingeniosos del periodismo actual, «vestía como para ir a un entierro gitano y hablaba como si estuviera dentro de una tinaja». En Andalucía a la tinaja se le dice «tinaha» con una «h» líquida que suaviza la dureza de la jota. Antonio Ordóñez, el Maestro, tenía en Constantina un campo llamado los «Tinahones», y así se escribía, como la pronunciación. El resumen es que Rufián, hijo y nieto de afanosos albañiles de Almería y de Jaén, o de Jaén y Almería –insisto en que me perdí–, se reconoció «charnego». Probablemente, el «charnego» más soso de cuantos se han sumado al proceso independentista para aliviar su absurdo complejo de inferioridad. Ser de Jaén o de Almería está muy bien. La provincia de Jaén, por distinguirla de otras, es de las más bellas de España, y abraza en una buena parte el romanticismo macho y bravío de Sierra Morena. Para mí, que los abuelos de Rufián buscaron el futuro en Cataluña porque para encontrarlo en Jaén eran demasiado sosos.
Sosos como su nieto Rufián, al que no se le entiende ni patata. Si fuera composición musical sería el «Bolero de Ravel», una repetición hasta la saciedad de los mismos y aburridos acordes. Rufián ejecutó –nunca mejor escrito–, en el Congreso de los Diputados el «Bolero de Rufián», es decir, «mis abuelos, mi padre y yo, mis abuelos, mi padre y yo, mis abuelos, mi padre y yo» y para terminar, «mis abuelos, mi padre y yo». Y para un dato político que aportó, era mentira.
Si Wodehouse hubiera tenido la oportunidad de oír a Rufián, le habría dedicado la definición que regaló al vizconde de Shelton: «Parecía un pterodáctilo con una pena secreta». Claro, que sin dejar escapar al gran genio del humor clásico inglés, también encaja en Rufián lo que escribió de su primo Spencer Grenville: «Su coeficiente de inteligencia era algo menor que el de una almeja vuelta del revés; una almeja, todo hay que decirlo, que había sido golpeada en la cabeza durante su infancia».
Para mí, que Rufián protagonizó, con su decaimiento innato, la última jornada de la imposible investidura del guapo con corbatín carmesí. Se sospecha que a un Parlamento hay que acudir sabiendo hablar. Rufián sólo sabe hablar de sí mismo, y además, en un tono muy bajito y con un acento rarísimo, a mitad almeriense y a mitad del Hospitalet del Llobregat. A su lado, el gran Jefe sioux «Águila Roja» superó a don Emilio Castelar cuando acusó al general Winters de marrullero y mentiroso: «Jefe casacas azules tener doble lengua y sioux estar hasta mismos huevos de mentira uno y mentira dos».
Eso sí. De conseguir algún día el poder, recomiendo a los catalanes que no piensen como Rufián – es decir, a todos menos Rufián–, que hagan sus maletas y se instalen en Aragón o Castellón de la Plana. Porque esos sus ojitos no dejan vislumbrar otra cosa que odio y resentimiento. Y el odio no se disimula con besos. En el español, es como el beso folclórico. «El español cuando odia, es que odia de verdad».
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