Ángela Vallvey
Ruido y furia
Las redes sociales han estimulado un fenómeno inédito en la historia: la posibilidad de conocer el pensamiento de «cualquiera» sobre «todo». Estamos sometidos a un escrutinio desmedido. Implacable. Ininterrumpido, como la cocina de una estación de servicio «in the middle of nowhere» de la América de Trump. Todo lo que se dice o hace es susceptible de crítica y ataques. Conocer toda reprobación sobre cualquier opinión vertida o acción realizada es insoportable. Nadie logra el aplauso generalizado sobre nada. Ni Dios. Ni el jamón ibérico. Pero todos estamos «obligados» a sobrellevar la carga de la censura, la condena y el reproche más agrios, masivos y virulentos. Tanta exposición es ponzoñosa. Demasiado tóxica como para poder aguantarla sin resultar dañados. No, al menos, durante mucho tiempo. Las personalidades públicas que son vituperadas en sus cuentas de Twitter, Facebook, Instagram..., no pueden leer los mensajes injuriosos que les destinan. Si lo hicieran, perderían el juicio, o bien se meterían en la cama para el resto de sus días, sin querer saber nada del mundo. Los más optimistas aseguran que los mensajes positivos contrarrestan los negativos. Que un piropo consuela de una pedrada en el ojo. Pero no es verdad. Además, el halago untoso, la marrullería suavona y el rendibú hipócrita, también suelen ser deletéreos y poco recomendables. El justo término medio: la crítica razonada y civilizada, amable y educada, la admiración sana y desinteresada, son difíciles de encontrar en un ámbito cada día más exagerado, en el que una manera de llamar la atención es hinchar las palabras, acentuar las emociones para que puedan pasar por piedras capaces de saltar un ojo. En Internet, vagamos por un territorio salvaje donde no existieran leyes ni un mínimo Estado. Los liberales se quejan de la enorme presencia del Estado en la vida del ciudadano, pero saben que, sin una base de legalidad y gobierno, la existencia sería insufrible. En Internet, cuando asomamos exponemos nuestra personalidad, colocándonos por tanto en posición de vulnerabilidad, el ruido y la furia son tan agudos, altos e insistentes que pocas argucias sirven para pertrecharse y resistir. Mentiras y suplantación de identidad son armas que permiten la supervivencia en un mundo hostil sin leyes, sin sheriff, sin justicia... Vivir en un callejón del gato electrónico es duro. ¿Es esto comunicación, la democratización del poder de influencia...? ¿De verdad estamos así menos solos?
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