Ángela Vallvey
Sabios
Los siete sabios de Grecia tenían sobrenombres curiosos. Casi como «cantaores» de flamenco: Thales de Mileto, Bias de Priena, Pitaco de Mytilene, Solón de Atenas, Quilón de Lacedemonia, Cleóbulo de Tinde y Periandro de Corinto. A su lado, Antonio el Chaqueta, Barquerito de Fuengirola o El Galleta de Málaga quedan como gente que no se ha esmerado mucho buscando mote artístico. Pero bueno. El caso es que representaron durante milenios unos claros ideales de acumulación de saber, cuando la sabiduría era algo honorable, admirable. También fueron modelos de humildad. No hay sabio soberbio, «quod erat demonstrandum». A los arriba citados se les consideraba sabios porque, además, todos ellos se negaron a aceptar el título de hombre más sabio de su tiempo, pasándoselo de unos a otros... Como si admitir el honor de ser coronado «Príncipe de los ingenios» de su época fuese un acto de altivez intelectual incompatible con un auténtico estado de sabiduría. El sabio enseña con su ejemplo, realiza labores y sergas apasionantes, y es modesto porque la sabiduría verdadera carece de soberbia. Todo lo cual la hace atractiva, valiosa y deseable.
Disraeli pronunció una conferencia en el Ateneo de Manchester, el 23 de octubre de 1844, en la que apuntaba que el saber es como la escalera mística del sueño de Jacob, «su base descansa sobre la simple tierra, y su cima se esfuma en las brumas luminosas del empíreo; y los hombres (sic) de ciencia, y los filósofos, los poetas y los eruditos son los ángeles que ascienden y descienden por la escala sagrada, manteniendo la comunicación entre el hombre y los cielos», concluía.
Una pensaba que se respeta a la figura del sabio de la tribu aunque sólo fuese por viejo. O por pellejo, como apuntaría el refranero. Pero qué va. La sabiduría es un concepto que abarca mucho más que el simple conocimiento, pues incluye la sensatez que da la experiencia. Las personas con una larga y provechosa trayectoria vital, las que han destacado —con perdón— por encima de la media y han realizado trabajos notables en puestos de excelencia tienen mucho que enseñarnos a los demás. Suele ser gente respetada y valorada, cuidada por sus conciudadanos. Aunque en «estepaís» ocasionalmente a los sabios se los tacha despectivamente de «sabiondos», se los denigra, ridiculiza y ofende, escrachea o desprecia... pues no sentimos demasiado aprecio por la autoridad «moral». Sólo por la «legal» con su vara tiesa.
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