Paco Reyero

Salario de columnista

Es reiterativo empezar recordando que la envidia está erradicada en el periodismo español. También se sabe que está prohibido fumar en las gasolineras y las autoridades insisten con las advertencias. Gastamos la vanidad de un trapense y apenas un salario de premio gordo. Sólo hay que encontrar el tema del día y rellenar el folio urgente, que la vida espera en el felpudo. Es entendible la reacción del columnismo, con todo el futuro del siglo XIX por delante, al entremés corrupto de Amy Martin. De Amy Martin, de su marido, del negro o de la negra, del «ghostwriter», de Caldera o del próximo artista que aparezca con alguna opinión sobre la caza de focas o el jetlag de Mariano. La reacción gremial ha estado marcada, y razones había para ello, por la frialdad, tocante con el desdén. Esta semana era entrar en los bares, chocar el codo con un colega y compadecerse: ¿sólo 3.000 euros lo de Amy? ¿Poco, no? En esta zarzuela opinativa en la que nos afanamos se cobra en lingotes, aunque como Picasso cuando llegó a Barcelona, luego no se tenga para comprar la cama y se acaben pintado los muebles, y hasta el personal de servicio, en la pared. El único, que se sepa, que preguntó por el salario de los columnistas fue Amilibia, en aquella colección de maestros y opinadores de saldo que fue su libro «Atados a la columna». Interrogaba con descaro por cuánto cobraban y casi ninguno, por el pudor del éxito se entiende, decía nada. Ideas ha roto los precios. Pero milagroso será que este sangrados público sirva para colocar cepos a la prodigalidad ilegal de las fundaciones. Antes los columnistas se ponen de huelga por intrusismo, como hacen, cuando toca, los pobres guionistas de Hollywood.