José Luis Alvite
Seis paladas de lluvia
Ocurrió en días consecutivos, en fechas como éstas, en una Compostela lluviosa, hace unos pocos años, en un momento de mi vida en el que no dormir me producía insomnio y la felicidad me daba vergüenza. Al salir de la redacción del periódico se me acercó un muchacho de unos 17 años del que yo había contado en el periódico unos cuantos crímenes. Se interpuso en mi camino, abrió los brazos y me dijo: «No te haré daño. Ocurre que es Navidad y no tengo quien me abrace. Estoy empapado en agua, pero sucede que tampoco la lluvia es mi familia. ¿Te importaría abrazarme?». Nos fundimos en un abrazo y el muchacho rompió a llorar. Después se rehizo y se perdió en la penumbra, bajo la lluvia. Muy cerca de allí, me tropecé al día siguiente con un delincuente con el rostro saqueado por muchos años de heroína. Estaba arrimado a la fachada de una casa, bajo un aguacero. Le pregunté por qué no cruzaba la calle y se ponía a salvo del chaparrón debajo de los soportales. «Lo haría, pero no puedo. En realidad no es que no pueda, es que no debo», dijo. «Sujétate de mi brazo y cruzaremos juntos la calle antes de que ya no quepa más agua en tus bolsillos», me ofrecí. «Gracias, colega, pero no puedo. Me he cagado encima y si diese un solo paso me saldría la mierda por los pies». «¿Te encuentras mal? Puedo pedir una ambulancia, si quieres». «No pasada nada. Es la Navidad, que me descompone el vientre. Sigue tranquilo tu camino. Me iré tan pronto como el calor de mi cuerpo seque la mierda que llevo encima. Nadie me espera. Lo más parecido a una familia que recuerdo es la mirada perdida de cualquier perro ciego». Aquellos muchachos son ahora dos miradas enterradas en mi conciencia con seis paladas de lluvia. Feliz Navidad.
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