Ángela Vallvey

Señales

La Razón
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Tras los atentados en Cataluña, debemos hacer análisis de cualquier aspecto útil para desentrañar los procesos que pueden llevar a un joven a convertirse en asesino en serie, como ha ocurrido con los terroristas ejecutores de la matanza. Estudiar sus personalidades desde diferentes punto de vista. No están locos, ni son enfermos mentales, pero quizás den signos neuróticos, psicopáticos, de exaltación de la personalidad, de una afirmación extremada, excesivamente dramatizada... O de una virilidad sublimada que, con sus crímenes, ponen finalmente en entredicho. Sí son evidentes su «voluntad de poder» y «voluntad de parecer», Nietzsche dixit. Quizás su cotidianidad, relaciones familiares, de amistad y trabajo... expliquen muchas cosas a tener en cuenta. La religión para ellos es una poderosa excusa. No lo sería tanto –a pesar de que existan casos de auto-radicalización a través de internet– de no intermediar el imán de Ripoll, ideólogo de la masacre. En la vida real y en la virtual de internet, estos jóvenes están asistidos por doctrinarios, generalmente de mucha más edad que ellos, que los manipulan con facilidad. Pero no todo el mundo es tan manejable: algunas personas tenderán con más naturalidad hacia la neurosis, sentirán una especial inclinación hacia la envidia y la crueldad, y por tanto al crimen, convenientemente guiadas por siniestros mentores, psicópatas como el imán, que se aprovecharán del deseo de poder, del ansia de importancia y valoración de sí mismos, de chicos así. Los familiares repiten sin cesar que «el imán les comió la cabeza», pero no toda la responsabilidad reside en un jefe teórico. Si bien, quizás podríamos calificar la influencia del imán como una forma de abuso, aunque eso no rebaje la responsabilidad criminal de los jóvenes terroristas, su alevosía. Por otro lado, la excusa de la marginación social no cabe aquí: todos disponían de dinero, casa, educación, droga, trabajo, subsidios, Audis, posibilidades de futuro... Tenían mucho más que otros chavales de su edad, tanto inmigrantes, latinoamericanos por ejemplo, como españoles de origen, y mucho más que otros musulmanes que no matarán jamás. El asesino experimenta el deseo de imponer su fin ficticio, su voluntad de poder, sobre un entorno que él considera que no le ha valorado lo suficiente. Hemos oído frecuentes quejas al respecto, a través de familiares o amigos de muchos terroristas. Como si los asesinos se sintieran merecedores de un reconocimiento y unos privilegios que la inmensa mayoría –musulmanes o «infieles»– nunca tendremos.