Alfonso Ussía

Sermones

La Razón
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El Papa Francisco ha avisado a los curas. Nada de sermones largos y aburridos. También lo apuntó el Papa Benedicto XVI. Dios entra en la emoción del hombre con la buena música y no con la palabra excesiva. Pero no se enteran. Hay sacerdotes que nutren su vanidad con el exceso homilíaco, cuando en realidad se extienden en el tiempo de sus sermones con obviedades y frases hechas. Máximo, cinco minutos. El pasado sábado asistí en una histórica ciudad sevillana a la boda del hijo de unos amigos del alma al que quiero como un sobrino voluntariamente elegido. El oficiante tomó la palabra y creó una pieza oratoria con vocación de ensaimada. Daba vueltas en torno a los mismos conceptos y se aprovechaba de lo que allí llaman «una boda de tronío», con centenares de invitados venidos de fuera, principalmente procedentes de Madrid y San Sebastián. Pasados los diez minutos de homilía el sacerdote alivió el cansancio de los presentes anunciando el final de la prédica: «Finalmente, quiero....». Fui testigo de la boda y me senté junto al conde de Labarces, Luis Bustamante, y Miriam Aguirrebengoa. El conde de Labarces es persona a la antigua que lleva cronómetro en su reloj de pulsera. Y cronometró. Desde que el oficiante anunció el fin de la homilía hasta que el sermón concluyó, transcurrieron 12 minutos, es decir, casi el tiempo establecido para un primer tiempo de prórroga en un partido de fútbol. Por fortuna, la prodigiosa Coral Virgen del Valle, con un repertorio bien elegido por los contrayentes, hizo caso al Papa Benedicto y nos llenó de emoción con sus interpretaciones. Y al finalizar la Santa Misa, todos nos acordábamos de la música y nadie de las palabras del oficiante.

Soy católico practicante. Nada ejemplar, por otra parte. Hay sacerdotes sabios, místicos, medidos y formidables oradores. Pero son los menos. Los curas, en general, cuando proceden a la prédica hablan mucho y bastante mal. No lo entiendo. Tendrían que entrenarse más. La lectura del Evangelio no excede de los tres minutos. Y el Evangelio es claro. Entonces el sacerdote invierte en analizarnos los tres minutos del Evangelio con una homilía de veinte minutos, lo cual supone un desprecio al evangelista. «San Juan o San Marcos escribían tan mal que es necesario que yo les explique lo que quisieron decir». Una falta de respeto a los santos autores.

En Ruiloba teníamos un párroco bueno y formidable que escribía en un folio su homilía con el fin de leerla midiendo el tiempo. Trabajaba la palabra de Dios y la ceñía a un folio de pensamientos. Pero no todos los sacerdotes usan de la humildad en la palabra. Los hay que, aprovechando una nutrida presencia de feligreses, más que un sermón pronuncian una conferencia. Si entre los feligreses hay más de diez marquesas, el sermón supera la media hora de duración. El buen predicador es el que emociona con síntesis, espiritualidad y eficacia. El que precisa de veinte minutos para demostrar sus buenas dotes oratorias es un soberbio, y la soberbia, como la vanidad, es pecado.

Un gran predicador era el padre Rementería de la parroquia del Antiguo, en la calle Matía de San Sebastián. «Queridos hermanos: Ya habéis oído la palabra de Dios en el Evangelio. Guardarla en vuestro corazón. Hoy, Dios nos ha regalado un día claro, maravilloso, sin una nube. Y si Dios nos ha regalado este día tan perfecto, no seré yo quien os retrase el disfrute de la playa. Así que recemos el Credo, sigamos con devoción la Santa Misa, y posteriormente, gozar de este día de playa, en Ondarreta o en La Concha, que también son creaciones maravillosas de Dios. Así sea».

El padre Rementería era un fenómeno que supo entender a sus feligreses. Porque Dios es también la playa, las olas, la felicidad de los niños y los besos escondidos de los novios.

Ya han oído al Papa Francisco. Más medida y menos tostones.