Alfonso Ussía

Serpientes doradas

Serpientes doradas
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Superadas las crestas del Guadarrama, Navacerrada y Somosierra camino al norte, el paisaje otoñal de la Vieja Castilla se entrega a sus serpientes doradas. Los sotos verdes y rotundos de la primavera y el verano que establecen las sendas de los ríos, adquieren el amarillo dorado de la despedida. Segovia, Ávila, Valladolid, Zamora, Salamanca, Burgos, Palencia, Soria y el sur de León dividen sus planicies según mandan los regatos, los arroyos y los ríos. Líneas ocres de los álamos que contribuyen a la gran corriente de Castilla, la del Duero, el gran viajero del paisaje castellano más genuino. El Duero también rasga en dos reinos diferentes el riesgo o la tranquilidad del lobo. Duero soriano, burgalés por Peñaranda y Aranda, Duero vallisoletano a su paso por Tordesillas, donde se ancha, rumbo a Toro y Zamora antes de abrirse definitivamente como arteria poderosa en Portugal hasta morir en Oporto, ya abrazado al Atlántico.

Ha ido creciendo con el Esgueva, con el Pirón, con el Carrión, con el formidable Pisuerga, con el Esla, con el Valdavia... Y todos ellos, marcados por las serpientes doradas de sus árboles vencidos, a un paso de congelarse del frío de la gran meseta de Castilla. «Lo de los grandes bosques y los grandes lagos está muy bien. Gusta incluso a los niños. Pero la sensibilidad se colma cuando uno se enamora de los paisajes castellanos». Hemingway paseó por las serpientes verdes, las serpientes doradas y las serpientes desnudas castellanas. En Osorno, ya Palencia, se disputan las aguas el Valdavia, el Pisuerga y el Canal de Castilla, que desde Alar del Rey, nutrido por el Pisuerga y el Carrión corta la provincia de Palencia, Valladolid y un rincón de Burgos desde el siglo XVIII, con dos siglos de retraso desde que se le pidiera a Carlos I en las Cortes de Valladolid la creación de una red de canales de riego en Castilla. El Duero se empapa de historia con las corrientes que llegan a su poder. La del Arlanzón por Burgos, la del Arlanza por Lerma, que sortea la gran mole del Palacio ducal y las torres de sus iglesias. En pleno siglo XXI, en cualquiera de los sotos verdes del verano y ocres del otoño, pueden verse todavía las sombras de Juan de Yepes sobre su mula y las de los vuelos del hábito de Teresa de Cepeda o de la sotana de Fray Luis de León. Y en algún remanso inmediato a Tordesillas, con toda seguridad, entre un lance y otro de caza, Fernando de Aragon hubo de proceder al muy estimable esfuerzo de culminar un ayuntamiento con Isabel de Castilla, toda ella fuerza, inteligencia y coraje a falta de belleza, atractivo y dulzura.

De golpe, inmensas manchas de campos cubiertos por robles, jaras y lentiscos. En Valladolid, pinares infinitos y olmedos afligidos por la enfermedad. Todo grande, todo inmenso, todo infinito. Borges protestó. «Hay que recorrer mucha Castilla para encontrarse con un puto árbol». No recorrió nada. Y veía mal. Leyó «El Quijote» en francés. De esas tierras prodigiosas surgió la mejor poesía de nuestra lengua, alcanzando en la mística alturas infranqueables. Y nació la unidad de España, centenares de años antes de que la ansiada unidad se produjera. Y se contempla desde un altozano y uno se pregunta: ¿Cómo de tanta austeridad desmedida pudo nacer tanta grandeza?

En los pueblos deshabitados, villorrios derruidos, formidables perfiles de iglesias románicas. Ahí están para demostrar lo que significa la resistencia. Y todo ello, dividido, troceado por las serpientes de los regatos, arroyos y ríos que en este otoño, como siempre ha sido, indican el paso de las aguas con sus melancolías doradas, ocres y amarillas.