El desafío independentista
Si España cae
Sí España cae, niños del mundo, alguien debiera de buscarla. Pero España cae, y a su trinchera, y al amparo de la democracia, apenas llega nadie. Cuatro intelectuales valientes en Cataluña. Una mayoría ahogada por las élites caciquiles, excluida de la administración en virtud de las barreras lingüísticas, hacinada en los cinturones industriales y ninguneada por los sucesivos gobiernos españoles. Unos que, a cambio de aprobar presupuestos, aplaudieron la segregación de los más débiles en Cataluña y la aprobación de leyes tan escandalosas como la que castiga el uso de la lengua materna del 55% de sus habitantes. Que desde el centro-derecha nadie llame a la movilización, a la calle que ya es hora, y que a estas alturas silben por miedo a ser equiparados con cuatro aborrecibles fascistas, da que pensar. ¿Y la izquierda? ¿Es que España se ha quedado sin izquierda? ¿Es que acaso no hay nadie de izquierda? ¿No habrá ya quien responda a la voz de España desde posturas de izquierdas, ahora que España sufre bajo el enésimo asalto de las tribus carlistas? La historia juzgará severamente al partido Podemos, que abandonó en la galerna a los ciudadanos libres e iguales para aplaudir la fundación de Estados a partir de casquería identitaria. Que si la lengua que si la etnia o el folklore. Nada nuevo. Pablo Iglesias y asociados continúan la decadencia de una izquierda que en España olvidó a las personas, tomadas una a una, para remar junto a los brujos de un nacionalismo hermanado con lo más siniestro de la historia europea. Con los verdugos de decenas de millones esparcidos en innúmeros cementerios, por campos y vaguadas, sacrificados en la pirámide del sentimentalismo y a la luz de canciones antiguas y lunas patrióticas. Equiparar, como todavía hacen muchos, la defensa del Estado español, de la Constitución y la legalidad, con las reivindicaciones de quienes aspiran a cercenar la soberanía nacional, y jalear a quienes se creen en posesión de derechos exclusivos sobre partes del territorio, y susurrar al oído de los xenófobos que sus hipotéticos privilegios, a todas luces predemocráticos y preilustrados, son la quintaesencia del progresismo, rotula la empanada ideológica de algunos y, sobre todo, la sima moral en la que yace la izquierda española. Cierta izquierda española. Una que renunció a Azaña y a Blas de Otero, que renegó de Montesquieu y Bertrand Russell, para pasarse, cuesta bajo en la rodada, a los ejércitos de las sombras. Incapaz de entender lo evidente. O sea, que España, por decirlo con Fernando Savater, «es el nombre de la implantación institucional y territorial de los derechos de los ciudadanos españoles». Una izquierda abonada a la idea de que algunos son más iguales que otros y, en tanto que con derecho a decidir en exclusiva el futuro común, superiores. Convencida fatalmente de que lo democrático es permitir el referéndum y aliarse con los enemigos de la igualdad, hijos del romanticismo y sus tóxicas mitologías. Si España, la España del 78 cae, digo, es un decir, no salgan a buscarla en unos días. Será tarde.
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