Paloma Pedrero

Silencio, por favor

La Razón
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Una motocicleta sin silenciador pasa por nuestro lado. Los peatones violentados que caminan por la acera interrumpen sus conversaciones o pensamientos; los corazones se disparan en taquicardias; la calma frágil de nuestros días salta por los aires. La violencia de ese chico egocéntrico nos saca lo peor y reaccionamos con un mal pensamiento. “Ojalá te empotres, cabrón”, por ejemplo. Miras la estela de la moto tóxica, buscas desesperadamente una patrulla de policía que la detenga. Nunca, nunca aparece. Sigues tu camino restando importancia al incidente, pero un poco más cansado que antes. El ruido mata, queridos míos, y apenas nos damos cuenta. Estamos tan acostumbrados al run run de las taladradoras, de los coches, de las músicas, de las voces... que apenas sentimos la tensión que eso acumula en nuestra pobre mente. Dormiremos mal, tomaremos pastillas, quién sabe. El ruido impide también la concentración, lo advirtieron los astronautas en los primeros vuelos; el sonido de los motores les impedía realizar operaciones matemáticas elementales. Hoy en día hay un índice enorme de niños desatentos, críos a los que se les diagnostica un trastorno y se les medica. Hoy la irritabilidad de los ciudadanos en las grandes ciudades es excesiva y justificada. Caminamos por junglas de coches que aceleran antes de tener su semáforo en verde. Van cabreados de ruido, de furia. Furias que entran también en nuestros hogares desprotegidos. Las consultas psiquiátricas se llenan. En las farmacias venden ansiolíticos y antidepresivos como caramelos de menta. El progreso ciego, con sus tan rentables máquinas, juguetes de demonios, ha conseguido una sociedad de perturbados. Hay que cambiar las leyes, hacer campañas, crear conciencia. Estamos construyendo un mundo enfermo de tantas contaminaciones. Enfermito y sordo.