Restringido

Sobre el bolivarianismo en España

En el número 2 de la calle Fuencarral, en lugar no muy visible, una placa recuerda la que fue casa de María Teresa Rodríguez del Toro, la esposa madrileña de Simón Bolívar. Lo llamativo es que el artífice de la independencia de media Suramérica aparece allí evocado como «genio de la raza»: una denominación notoriamente cercana a la idea de Volkgeist que acuñó el nacionalismo alemán, y que gozó de gran predicamento en el discurso franquista. Y es que, en efecto, asombraría comprobar que el régimen franquista encontró un filón de inspiración ideológica en el mismo héroe que los chavistas han tomado por numen tutelar y que, ante el surgimiento de Podemos, lleva a nuestros medios a hablar del partido «bolivariano» y al ex presidente González a alertar contra una «alternativa bolivariana» en España. Frente a una contradicción semejante, sólo cabe deducir que la figura y el pensamiento del Libertador nacido en Caracas en 1783 han sido deficientemente conocidos, o interpretados con un sesgo tendencioso. Podría pensarse también que en la doctrina bolivariana existen contrastes u oposiciones capaces de permitir aquella inconsecuencia; pero aunque, ciertamente, la reivindicación desde la derecha o desde la izquierda depende mucho de que se aluda a una etapa o a otra de la vida del venezolano, en realidad su acción política puede estudiarse con una visión de conjunto a la luz del que fue siempre su mayor propósito: hacer de la América hispanohablante un gran Estado, con influencia política, económica y cultural entre las potencias que, siguiendo el ejemplo de EE UU, se erigían en Occidente como faros de una modernidad signada por las libertades ciudadanas y por el progreso material.

De acuerdo a ese ideario, inspirado por los proyectos del ilustrado Francisco de Miranda (1750-1816), la estrategia de Bolívar se reconoce dividida entre dos momentos: el primero, centrado en la necesidad de lograr la independencia y, más tarde, enfocado en la construcción del orden político e institucional de los nuevos países, que quiso siempre integrar en una nación de gran tamaño o al menos en una confederación de naciones. El Bolívar del primer momento es un revolucionario que no duda en apelar a procedimientos radicales para conseguir sus objetivos, justificando estos métodos tras fracasar el experimento de la Primera República venezolana. En 1811, las elites criollas de Caracas decidieron proclamar la independencia del país y promulgar la que fue la primera Constitución de la América hispana (y en propiedad la primera del mundo hispánico, pues se adelantó en tres meses a la Constitución de Cádiz). Todo ello se hizo sin disparar un tiro y con pretensiones de establecer pacíficamente un orden civil bajo la tutela de instituciones liberales. Pero la reacción armada de España logró descalabrar aquel intento, sobre todo porque la metrópoli contó en Venezuela con el apoyo de las clases más pobres, a las que no les valió que la nueva Constitución extendiera los derechos ciudadanos y estableciera la soberanía nacional, pues desconfiaban de aquella república gobernada por la oligarquía y que parecía cambiarlo todo para que todo siguiese igual. Bolívar comprendió entonces que era necesario recurrir al enfrentamiento armado para conseguir la independencia, y que la incorporación a los distintos grados del ejército republicano era el mejor medio de integrar a los más pobres.

Por lo que toca a la lucha armada, el Libertador promulgó en 1813 su célebre Decreto de Guerra a Muerte, en el que planteaba el conflicto con la mayor crudeza: «Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables». Sin embargo, Bolívar sentía una repugnancia absoluta por el enfrentamiento entre clases sociales, que identificaba constantemente con la «anarquía». Escarmentado por el ejemplo de la Revolución francesa, creía que la democracia corría el riesgo de degenerar en tiranía de las masas, y pensaba que la soberanía popular era un derecho que podía conducir directamente al despotismo si antes no se había logrado ilustrar al pueblo; de modo que, incluso en su etapa más revolucionaria, el Libertador clamaba contra «las elecciones populares hechas por los rústicos del campo, y por los intrigantes moradores de las ciudades», pues «los unos son tan ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente y los otros tan ambiciosos que todo lo convierten en facción».

Aunque su genio auténticamente romántico le hizo sacrificar todo interés material al deseo de gloria, Bolívar, de rancio abolengo colonial y miembro de una de las mayores fortunas de Venezuela, tuvo siempre una concepción aristocrática del gobierno. En 1826, al diseñar la Constitución de un nuevo país bautizado en honor suyo, Bolivia, el Libertador se propuso a sí mismo como presidente vitalicio con unas prerrogativas no muy distintas a las de un rey, pues aunque desconfiaba de la conveniencia de establecer una corona en América, lo cierto es que se mostró cada vez más favorable a la función integradora y moderadora de la monarquía. «Esta suprema autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos, los hombres y las cosas», explicó. Por eso, el impagable Giménez Caballero, en un ensayo titulado «El parangón entre Bolívar y Franco», afirmó sin empacho: «Éste fue el gran triunfo político de Franco al encarnar tal pensamiento: presidente o jefe de Estado vitalicio, con un senado o Cortes orgánicas».

Al tomar las riendas de Colombia, la gran nación que había fundado integrando los territorios de Venezuela, Nueva Granada y Quito, el Libertador se aplicó a fondo en conjurar todas las fuerzas que creía disolventes para la estabilidad del Estado: persiguió a la prensa disidente, aumentó las prerrogativas de la Iglesia y prohibió las doctrinas de Bentham en la Universidad. Enfrentado por los elementos liberales y democráticos del país, se decidió por fin a establecer la dictadura militar, que abandonó al poco tiempo, ya mortalmente enfermo. Desengañado y alertando siempre sobre la «anarquía», concluía en una de sus últimas cartas que «quien sirve una revolución ara en el mar».