Luis Alejandre

Soldados puño en alto

Venezuela es para muchos de nosotros un querido pueblo hermano. Seguramente en las Islas Canarias opinarán que son mucho más que hermanos: fue durante muchos años tierra de promisión de varias generaciones. Hoy, todos estamos preocupados por la situación que vive el país.

La muerte del comandante Chávez ha sido rememorada estos días a los dos años de haberse producido. El pasado domingo día 15 sus restos fueron trasladados al Cuartel de la Montaña, en tanto en la Asamblea Nacional se concedían por segunda vez a su sucesor el Presidente Maduro, poderes para poder legislar por decreto normas económicas que fijaban límites gananciales a las empresas, normas sobre distribución de alimentos e impuestos específicos a rentas y al consumo. Porque un país con una de las mayores reservas de petróleo del mundo, vive con un déficit fiscal del 20% de su PIB, una caída de su actividad económica de cuatro puntos, una inflación cercana al 70% y una pertinaz penuria de alimentos y medicinas.

No obstante, este marco político-económico con ser preocupante para cualquier ciudadano conocedor del país y de los venezolanos, no conforma mi reflexión de hoy.

Conozco muy especialmente a militares venezolanos. Mi primer contacto con ellos lo tuve en nuestra Escuela de Estado Mayor de Madrid en la que durante dos años convivimos con tres magníficos oficiales venezolanos: cultos, bien armados intelectualmente, buenos profesionales. Tras una breve misión en una fluctuante frontera amazónica que comparte Venezuela con Brasil, mi siguiente contacto fue más operativo y cercano. En el marco de ONUCA, la Misión de Naciones Unidas para Centroamérica que dirigió el general español Agustín Quesada, un Batallón de Paracaidista venezolano (VENBAT) llegaba a aeropuertos de las capitales de Honduras y Nicaragua a finales de Abril de 1990 y se distribuía en apoyo de los Centros de Verificación que la misión desplegó en Nicaragua para facilitar el desmantelamiento de la «contra», el movimiento que llevaba una década luchando contra el régimen sandinista, con el indiscutible apoyo de los EE.UU. Se unía esta unidad al buen grupo de observadores militares venezolanos ya desplegados en la misión.

Tajantemente, si no hubiese sido por esta unidad de combate venezolana, dieciséis desarmados observadores de NN.UU,–Irlanda, Suecia, Ecuador, España–, una oficina de la OEA y un hospital de la Organización Mundial de la Salud (OMS/OPS) desplegados en El Almendro, un centro ubicado al sur de Nicaragua cercano a la frontera con Costa Rica que concentró a más de seis mil ex combatientes, no hubiera cumplido su misión. En lenguaje figurado diría: «Nos hubieran comido vivos a todos».

Dejo constancia de mi reconocimiento a su disciplina, a su disponibilidad todo tiempo, todo lugar. En conversaciones privadas –estamos en los años 1990-1991– ya se hablaba del golpe de estado frustrado de la base de Maracai, de la que procedía el Batallón. No recuerdo que ya sonase el nombre de Chávez.

Esta imagen de fuerzas eficaces, profesionales, se me ha distorsionado estos días viendo cómo un numeroso grupo de soldados, puño en alto, vitoreaban a su Presidente. Y admito este último punto: no deja de ser el presidente electo de su República. Pero el puño en alto, muestra indefectible de su adoctrinamiento político, me preocupa. Los ejércitos deben respetar los resultados electorales, pero deben mantenerse al margen de ideologías en una especie de neutra reserva mental y física.

Quien fuera el primer ministro de Defensa de Chávez (1999-2000) y luego Embajador en Madrid, el general en situación de retiro Raul Salazar, recordaba recientemente «que la Constitución venezolana –ésta que esgrime frecuentemente Maduro en edición de bolsillo– señala que «las Fuerzas Armadas son una organización profesional sin militancia política», añadiendo lo que le dijo a Chávez: «No soy chavista, sino militar; siempre le diré la verdad aunque le incomode». Al cabo de un año fue relevado. No encajan bien los leales con los dictadores, los que priorizan el aplauso y la aclamación sobre la verdad por dura que sea.

Lo demás ya lo saben: una oposición acallada con dureza; la búsqueda de un enemigo exterior que permita unir fuerzas interiores, en tanto no se encuentra solución al problema de los suministros de alimentos y medicamentos que azota a las clases menos privilegiadas.

Pero me sigue doliendo la imagen de los soldados, en cierto sentido semejante a las sonrisas complacientes de los generales norcoreanos alrededor de su líder supremo. Pero es que incluso me duele comparar a Venezuela con el lejano país oriental, fanatizado por «esta página mal arrancada y leída con ira del libro del Evangelio» que es el marxismo. Nos decía en estas mismas páginas un sabio y curtido Abel Hernández, «es como si el reloj de la historia hubiera echado de pronto marcha atrás».

Me duele que en nuestra propia España podamos algún día importar este tipo de relojes, que arrastren a una clase política y encandilen a unos simpatizantes. Más me duele que puedan acabar contagiando a nuestras Fuerzas Armadas como en Venezuela.