Ángela Vallvey

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La Kommunalka fue, más que una vivienda, una forma de vida. Surgió en la Unión Soviética poco después de la Revolución Rusa como respuesta a la crisis de vivienda que padecía la URSS. La pobreza y el hambre, la colectivización y la industrialización forzada y brutal, empujaron a las personas a emigrar desde el campo a la ciudad y el éxodo propició la búsqueda de una solución al problema de la vivienda que el régimen vendió como una «nueva visión colectiva del futuro». Era la Kommunalka y consistía, básicamente, en que un apartamento era compartido por varias familias -entre dos y siete-; a cada familia le correspondía una habitación, que hacía las veces de salón comedor y dormitorio, y el resto de la casa (cocina, baños, pasillos...) era de uso común, compartido con el resto de las familias habitantes de la vivienda. Esta topografía urbana «revolucionaria» que pretendía unir a distintos grupos sociales bajo un mismo techo y contribuir a la creación del paraíso en la tierra, favoreció también el odio, las tensiones, el estrés, la enfermedad, el robo, la delación y el hacinamiento. La Kommunalka era, por supuesto, propiedad del Estado. Estos días, a tenor del drama social de los desahucios, muchos gritan, inflados de demagogia, que «¡la Constitución garantiza que todo español tiene derecho a una vivienda digna!». Y la gente buena y sencilla oye esas proclamas y tiende a pensar que, según la Carta Magna, tiene «derecho» a una vivienda gratis, como si la Constitución por sí sola pudiese proveernos de riqueza sólo con su buena voluntad. Pero es que los pudorosos redactores de la Constitución olvidaron añadir: «mientras pueda pagarla». Léase: «todo español tiene derecho a una vivienda digna, mientras pueda pagarla». Porque gratis, como enseña la historia, los Estados sólo garantizan la Kommunalka.