José Luis Alvite
Tendal con blusas
Aquel amigo de mi infancia se quedaba mirando al cielo porque a veces pasaba rasante un piloto del Aero Club y creía que podría verle las bragas a la avioneta. Luego se decepcionaba porque decía que el maldito aeroplano llevaba pantalones. Yo me conformaba con sentarme en un prado a las afueras y mirar cómo clareaba al sol la colada de las mujeres, que era un ajuar lúbrico, una yeguada de lactosas hembras de lino que me ayudaban a imaginar cosas que pudiesen costarme la suerte de ir al infierno por culpa de aquel prematuro placer. Me gustaba la ropa modesta y encinta de la mujer madura, aquellas blusas cacheadas a granel por un viento lascivo que arrastraba hasta los tendales el aliento de los cerdos, el oleoso membrillo de las ingles de las beatas y el calostro sobado de las vacas. A veces corría detrás del viento que acababa de pasar por los tendales, le daba alcance, cerraba los ojos y aspiraba de nuevo el aroma jabonoso y genital de la bendita pañolada de blusas mientras en alguna cocina escapaba desde la radio por la ventana la voz venérea y hormonal de Gloria Laso cantando «Luna de miel». En verano a tía Pepita no le gustaba que yo me aficionase a los tendales y me buscaba ocupaciones para que no saliese a los prados. Entonces me quedaba en casa y miraba sujetas con pinzas en el tendedero del patio aquellas otras blusas asexuadas y penitenciales, insípido ajuar de holgadas prendas abaciales que a mí me parecían la ropa interior de Churchill mezclada con los bombachos de campaña del general Bernard Montgomery, aquel tipo flaco y relamido que se perfumaba en la sala de banderas hasta dejar el rostro guisado, inflamable y ofidio. Y por la noche me dormía preocupado por el riesgo de que Dios notase en mi aliento aquel turrón de lujuria con olor a vientre, a mercería y a pecado. (A Ramón Arangüena)
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