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Torremolinos, Fraga y Bowie

La Razón
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Hace años fui a entrevistar al periodista Paco Lancha, que ya tenía un pie en el último andén. Él apenas podía remecer la Historia de mil historias de Torremolinos, pero antes tuvo el detalle de ir dejándola escrita para los demás. Aquel coinventor del concepto «Costa del Sol» era un viejo entre el relámpago y el cortocircuito. En sus años de reportero, había alumbrado con su linterna de acomodador el paisaje humano con el que coincidió. Lo había alumbrado en su planteamiento, de sueño de ricos viajeros autoexiliados con pescadores de La Carihuela al fondo; en su nudo, de frenesí y fama exquisita; y en su desenlace fatal de horizontes de hormigón y paellas de PVC para turistas imbéciles. A mí, estar con Lancha me pareció estar con Dios en un mal día. De una caja de lata, donde guardaba el carnet de sus años en los periódicos españoles del protectorado de Tánger, sacó tembloroso unas notas biográficas del primer sueco que publicó un diccionario para definir en inglés conceptos del barato placer andaluz: sangría, pescado frito, capea, banderillas, almohadillas, tumbona, buen tiempo. En momentos como esos, uno cree intuir la vida llena de los demás y, por un instante, la paladea intensa, inconcreta y felizmente, como un testigo inventado. La nostalgia de lo no vivido, el descubrimiento de ese Torremolinos de las drogas que no tenían efectos secundarios, de la promiscuidad saludable y deportiva, de la vida a tumba abierta y sin consecuencias; de ese puzzle libertino que convivió con los que iban a misa de doce, al aire libre y con el traje de baño puesto. De eso, tan agridulcemente melancólico, va «Torremolinos: de Pueblo a Mito», que el volcánico Alfredo Taján ha dirigido como una dominatriz para la revista Litoral. De cómo (don Manuel) Fraga coincidió con David Bowie y T-Rex. Todo el vértigo y todo el fulgor están en estas páginas. Y hay tanto embuste que leerlas produce la misma resaca de los que volvían de una noche de juerga en los autobuses Portillo.