César Vidal
Treinta por ciento
La figura de Jordi Pujol siempre me causó una profunda repugnancia. Ese sentimiento comenzó cuando leí en los años setenta, antes de la Transición, su visión profundamente racista de Cataluña y ha persistido hasta el día de hoy contemplando como Artur Mas es un epígono de sus peores conductas. Mi repulsión no procedía de que fuera un nacionalista sino de que sus planes eran totalmente opuestos a la idea más elemental de democracia. No se trataba sólo de la manera en que contemplaba a gente que había llegado a la región para ganarse la vida en condiciones muchas veces dificilísimas sino también del anuncio de que con sólo el treinta por ciento de los votos podría hacer lo que le viniera en gana. La tarea fundamental del pujolismo era, pues, garantizar ese treinta por ciento. Lo consiguió creando una red clientelar que aseguraba una victoria electoral tras otra. Mientras tanto, prosiguió una política de extorsión contra el conjunto de España que engordó el sistema de corrupción pujolesco y – lo que es peor – lo convirtió en modelo para el resto de gobiernos autónomos. Ese organigrama del saqueo y el chantaje entró en crisis en la fase final del felipismo a causa de su descontrolada y extrema voracidad. Si el pujolismo hubiera robado con cierta moderación hubiera sido sostenible. No fue el caso. Durante los dos mandatos de Aznar, caracterizados por la prosperidad económica, pareció que todo se mantendría en pie, pero no pasó de ser un espejismo. El nacionalismo catalán fue el primero en darse cuenta y ansioso por mantener el treinta por ciento que era garantía de poder se embarcó en la redacción de un estatuto en virtud del cual España prácticamente se convertía en una colonia de las oligarquías catalanas. Era una vergüenza política, pero, sobre todo, una imposibilidad económica siquiera porque los números de la crisis son los que son. Artur Mas se vio entonces entre la espada de confesar que el nacionalismo había sido fundamentalmente un instrumento de atraco y la pared de no poder retroceder porque generaciones educadas en el independentismo durante décadas se habían creído sus consignas sin saber de qué iba la vaina. Y ahora Mas se percata de que, siquiera por miedo al desastre económico en una región cuyo mayor detentador de deuda es el Estado español, raya casi lo imposible que la mitad más uno vote independencia. Y ha recuperado así la vieja receta pujolesca: con treinta por ciento nos basta. Naturalmente, si alguien no lo impide.
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