José Luis Alvite
Tren con musgo
Con el progreso se ha empequeñecido el mundo y ya no hay aventureros que descubran las fuentes de un río, ni pueblos salvajes, y tampoco aquellas manadas de búfalos tan densas que los cazadores que las acechaban podían hacer blanco sin necesidad de tener siquiera puntería. Tampoco hay gente esperando tranquilamente en la estación por el tren de ayer, aquel convoy elegante y calmoso, alimentado con carbón, que llegaba a los sitios al mismo tiempo que el humo. Ya ni se recuerda aquel tiempo estancado y apacible en el que no había dos relojes en la misma hora, ni se sabía de dos casas del mismo barrio en las que se repitiese el olor de la comida. Era todo tan abundante, tan pletórico, que las tardes de temporal no había aire para tanto viento, ni en el apogeo de la marea cabía todo el mar en el agua. Y en realidad no hace tanto de aquello, muchacho, de cuando la geografía no estaba toda en los atlas y había en América lugares tan nuevos, también tan pasajeros, que se esfumaron del paisaje con la escuela recién pintada y sin haber tenido siquiera cementerio. En los campos fértiles se amontonaban sin braceros las cosechas y había que darse prisa en recogerlas antes de que en el interior de las sandias medrasen inesperadamente las salamandras con sus bocas llenas de cerezas. No sé si estaré en lo cierto, pero creo haber visto de niño en las aldeas de Galicia aquel faldero fuego de leña que remitía por la noche y se extinguía en invierno solo cuando en su lomo se cernía como una esclavina el musgo. Una tarde me senté en las rodillas del poeta Ramón Cabanillas, que se había quedado ciego y estaba tan flaco como una estrofa de calcio, y comprendí que ya nada volvería a ser como entonces, como aquel mundo casi sin mapas en el que ni siquiera sabía volver a casa el cartero.
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