José Jiménez Lozano

Un lenguaje civilizado

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Ciertamente, tal y como dice René Girard, cuando el escalonamiento del lenguaje político llega a un punto determinado, ya no tiene otra salida que la violencia; de manera que siempre hemos de mantenernos alejados de un tal punto, y, efectivamente, es el alejamiento más extremo de ese punto el que muestra que se vive en la civilidad más normal. Y todo lo que no sea este punto de alejamiento máximo debe preocupar a una sociedad y a una vida política por el simple miedo de convertirse en un corral donde se ofrece una riña de gallos o un circo romano donde dos gladiadores se desangran.

De ordinario, se ha echado mano de la cortesía y la consideración personales para preservar la civilidad. Se ha acotado en las democracias un espacio, que es el parlamento, en el que puede expresarse cualquier idea, que se supone sostenida `por la razón que es común a todos, y de la mejor forma, con la mayor seriedad y responsabilidad intelectual y moral. Y se ha supuesto también que en esa actuación pública puede mirarse un pueblo entero, comparta o no lo allí expresado. Pero las cosas ya no son ahora tan claras.

Ahora ha adquirido una superioridad de hecho sobre el parlamento una lucha política que se da en los medios de comunicación o en la calle, y que no parece dispuesta a sujetarse a modos civilizados, quizás porque el concepto de civilidad no parece significar tampoco nada, El susurro de queja y sufrimiento, expresado de modo racional y civilizado resulta para muchos inaudible o desdeñable, y parece no oírse, mientras quienes pescan en río revuelto y ven ahí un instrumento político componen griterío y amenaza.

Pero ¿qué sentido tendría una política cuyo lenguaje fuera la agresividad constante? Y, ciertamente, esto ha ocurrido muy rara vez en los parlamentos, aunque nunca faltaron en las horas bajas de su ocaso. Y la política que se hace en los medios de comunicación, sólo significa la liquidación de su naturaleza y su conversión en «agip-prop», o en auto-otorgamiento de la extraña condición de jueces y vigilantes de la política y conformadores de la opinión pública como se oye decir con frecuencia, y parece que sin percibir el eco de la definición estalinista de «ingenieros de almas».

Y, desde luego, ahí está la otra cuestión de que es todo un pueblo el que es educado en un cierto modo de pensar y expresarse, al fin y al cabo con los destellos de una política que es la conquista o la defensa del poder político, y resultaría absolutamente ridículo esperar otra cosa que la mentira y la brutalidad, únicas eficaces.

Las cosas ocurren ciertamente en la política como ya nos dijeron Maquiavelo y los otros pensadores políticos: el poder actúa en su «arcana Imperii» y los pueblos con su deseo de esclavitud. Incluso cuando alguien de la masa se sube a una mesa, como en los tiempos románticos y dice «O libertad o muerte», porque lo que había que entender exactamente era: «o estás conmigo que soy la libertad o para ti la muerte». Y ya le dijo el hijo de su patrona en Madrid a George Borrow la imposibilidad de que él pudiera saber que era liberal si no daba a aun realista una paliza.

Y resulta gracioso, pero ¿acaso no se corrompe nuestro lenguaje diario y no político, si es que el espacio que ocupa la política en nuestras vidas permite que lo haya? ¿Es que no se ha contagiado hasta el lenguaje religioso de política?

Seguramente tiene razón Catherine Pickstock, cuando escribe que Platón consideró el lenguaje como «esencialmente ''doxológico''». Es decir que «el lenguaje existe ante todo como alabanza de lo divino», y de aquí entonces la seriedad y gravedad de las palabras vanas o de las palabras de insulto que el evangelio de Mateo considera un culpable asesinato simbólico. Lo cual es una antigualla recordarlo seguramente, como yo hago ahora, pero tampoco deben extrañarnos las consecuencias de ignorarlo.