Vacaciones

Un viaje

La Razón
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El viaje a Pamplona arranca muy de mañana en la comarca soriana de El Valle. Un sol frío hace brillar el oro de los chopos y resalta el primer cobre otoñal de los montes. Cruzas los pueblos sin ver un alma, ni siquiera un perro callejero. Sólo el silencio, roto por el graznido lejano de un cuervo. No hace tantos años, había que detener el coche a cada paso para que pasaran las vacas. Nunca entenderé esta huida del paraíso. En el Campillo de Buitrago, al viajero le sorprende la empantanada «Ciudad del Medio Ambiente», un resonante fracaso oficial. Cerca, los holandeses se disponen a plantar el mayor campo de rosas de Europa. Arriba, entre la leve bruma mañanera, el solitario cerro de Numancia. Cuando entramos en Soria, la ciudad se despereza. No hay atascos. Cruzamos el puente del Duero, entre San Polo y San Saturio, donde el río traza su curva de ballesta y los álamos llevan nombres de enamorados grabados en sus cortezas. Camino del puerto del Madero, por campos pelados de pan llevar, cruzamos pueblos vacíos, que esconden preciosas reliquias románicas, sin ver salir humo de ninguna chimenea, aunque en más de uno quedará algún superviviente invisible. Pasada Ágreda y tomado el desvío a Navarra, uno de los viajeros comenta: «Ahí está el Mojón de los Tres Reyes». En este mágico punto dice la tradición que se reunieron a parlamentar en torno a una mesa de piedra, los reyes de Castilla, de Aragón y de Navarra. Sea lo que fuere, con estos tres pilares se construyó España, aunque pocos lo tengan ahora en cuenta. En el «Coloquio de los perros» dice Cervantes: «Andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos». Bien puede ser. Muchos de los problemas que padece España, sobre todo la España periférica, se arreglarían viajando más, hablando con gentes de otros lugares y leyendo de vez en cuando algún libro de provecho. Al caer la tarde, volviendo de Pamplona, vi, desde Cintruénigo, ponerse el sol por la Alcarama. Eso me desconcertó. En Sarnago siempre amanece por allí. Ha bastado con darle la vuelta a la sierra y situarse a su espalda para que surja la sorpresa. Esto confirma que con frecuencia las diferencias de juicio, que parecen irreconciliables, se deben sólo a que se ven las cosas con distinta perspectiva.