Alfonso Ussía

Valcárcel...

La Razón
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Leí con atención el estupendo trabajo de Aurora G. Mateache del pasado domingo. En efecto, Don Juan siguió por televisión la proclamación del Rey Don Juan Carlos en la casa parisina del marqués de Marianao en el «Boulevard de Malles Herbes». Todo estaba pactado al milímetro, y el Presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, que era pornofranquista, introdujo en su alocución una frase que no estaba en el guión. «Desde el recuerdo a Francisco Franco»... así, más o menos. Y Don Juan exclamó: «¡Menuda cabronada le han hecho a Juanito!». Se trataba, desde el principio, de separar la figura del nuevo Rey respecto al Régimen, y Rodríguez de Valcárcel metió su malintencionada morcilla.

Resultó farragoso y admirable el desmontaje del Régimen. Se elogia mucho, y con razón, la lealtad y la inteligencia de Torcuato Fernández Miranda. Y se obvia, con injusticia, la difícil misión que le encomendó el Rey a Miguel Primo de Rivera y Urquijo, duque de Primo de Rivera, pieza fundamental para que las Cortes aprobaran la Reforma Política, lo que le valió más de un desprecio por «traidor al apellido» de algunos falangistas notables.

Rodríguez de Valcárcel, en la agonía del Régimen, era el último mohicano de la estética fascista. Saludaba al Generalísimo al estilo romano, con el brazo en alto, y proponía en cada una de sus actuaciones un escenario vetusto y superado. Su voz, con su entonación decimonónica, era una mezcla de Fernández de Córdoba, Matías Prats y David Cubedo. Y su entusiasmo le jugó una mala pasada, muy divertida por cierto.

Franco había retomado el poder después de superar una tromboflebitis. Sabía que todo estaba a punto de terminar. Y recibió, como era su deber, al Presidente de las Cortes Españolas en su despacho del Palacio del Pardo. Había adelgazado y disminuido, y aguardaba en su sillón de trabajo la visita de Alejandro Rodríguez de Valcárcel.

Se abrió la puerta de acceso, y Villacieros o Fuertes de Villavicencio anunciaron la visita. Rodríguez de Valcárcel accedió al despacho, se cuadró y con el brazo en alto saludó al Jefe del Estado: «¡Siemprrre a lass órrdenes de Vuesstrra Excelenncia!». Con tal mala fortuna, que se había originado una ola en el borde de la alfombra, y al proceder al taconazo, Valcárcel metió un pie por debajo de ella y el otro lo mantuvo por encima, lo que originó la pérdida de su equilibrio, un azorado escoramiento hacia la izquierda y el definitivo morrón. Pero antes de caer al suelo, intentó corregir su batacazo agarrándose a una cortina, gesto que propició que la cortina, con barra y todo, también se precipitara sobre él. Franco asistía confundido al espectáculo. En el suelo de su despacho yacía una cortina con barra incluida bajo la cual un cuerpo se movía en busca de la luz. Finalmente, Valcárcel consiguió sacar su cabeza, y desde el suelo, con su voz imperial entrecortada por las narradas circunstancias consiguió emitir la pertinente disculpa: «Perrdónn, Excelenncia, por este pequeño contratiemmmpo!».

Franco permanecía serio, algo confuso, y muy alejado de la expresividad. Cuando al fin Valcárcel se incorporó y repitió su disculpa, el Jefe del Estado, con la voz debilitada y la mirada fija en los ojos del Presidente de las Cortes, le dijo: «Valcárcel, vuelva uzté mañana, que hoy no eztá para nada».

En los altos despachos suceden de cuando en cuando hechos y situaciones merecedoras de ser inventadas por la imaginación. Qué tiempos.