Alfonso Ussía
Veinte años
Coincidí con ella muchos domingos de verano en el Barrio de la Iglesia de Ruiloba. En la misa de las once, con don José Antonio Zúñiga de oficiante, el párroco más tronante, trabajador, generoso y bueno de cuantos he conocido. Sí, voy a Misa los domingos, y espero no molestar a nadie. Ruiloba está compuesto por ocho barrios, y su capital es el de la Iglesia. Ahí se ubica el Ayuntamiento, la plaza y la bolera con más aficionados de La Montaña. Hacia Comillas, está Ruilobuca, y Pando, y Concha. Cruzada la carretera, Liandres, Casasola, Sierra y Trasierra. En aquellos predios maravillosos es normal que el municipio engañe a la toponimia. La vecina Valdáliga tampoco tiene un solar urbano con ese nombre. El Ayuntamiento está en Roiz, que tampoco es pueblo, sino prado y bosque. El pueblo se llama Las Cuevas, y por ahí se alzan Caviedes, Vallines, Labarces, La Cocina, Treceño, El Mazo y Movellán, donde nació –y la casa se conserva humilde, hidalga y guapa–, el mismísimo don Juan de Herrera, nuestro arquitecto universal. Pero vuelvo a Ruiloba y la Misa de 11 de don José Antonio, hoy cuidado con enorme cariño en Torrelavega, ya con el entendimiento algo detenido por su edad. En la Misa de Ruiloba no era extraño, en pleno invierno, que ayudaran al párroco ocho monaguillos, uno de los cuales se acomodaba el Misal en la cabeza para que don José Antonio pudiera leer con más donaire con aquella voz barítona y macha que se gastaba. Todos los barrios de Ruiloba los domina, en la cuerda costera, la ermita de la Virgen del Remedio, la patrona del Valle de los Laureles, que así lo llamaban los antiguos cronistas, y que olía a heno y limón en los meses del estío. Los paisajes son las acuarelas donde mejor se encuadran las personas, y en aquel paisaje de nogales, laureles, castaños, robles y mieses, el que rodea al barrio de la Iglesia, la vi muchos domingos de verano desde que era una niña. El pasado fin de semana, con veinte años, se ha marchado a los azules infinitos.
Apenas crucé con ella gestos ni palabras. Sí con sus padres, Carmen y Carlos. Se llamaba, aunque prefiero escribir su nombre en presente, se llama Mariana. Veinte años, una enfermedad terrible y terminó su paso por la tierra. No entiendo bien esas cosas. Meses atrás estuve hablando a unos niños hospitalizados por culpa del cáncer. Las paredes de su cuarto de jugar en el centro médico herían la vista de colores vivos. Contraste con sus miradas alegres a un paso de cambiar por la tristeza. Mientras les hablaba, yo paseaba por los colores de las paredes porque no tenía fuerza ni valor para enfrentarme a sus ojos. Un auténtico cobarde rodeado de valientes con el horizonte de sus vidas terriblemente nublado. Por desgracia, no hay posible canje de vidas humanas. Quien sobradamente ha vivido y cumplido con su existencia no puede cederle la vida, regalarle el futuro, a quien ha nacido para sufrir y marcharse a los ámbitos del Misterio, eso, el Misterio que tanto intrigaba en sus conversaciones al gran jesuíta Ramón Ceñal, al gran embajador Antonio Garrigues y al gran escritor José Antonio Muñoz Rojas. El Misterio, y nadie era capaz de sacarlos de ahí.
Pero en mi memoria, y ya para siempre, el bullicio y el paisaje de la plaza del barrio de la Iglesia irán unidos en mi recuerdo a los ojos de Mariana, que así se llama la niña que se ha ido.
Y esos ojos mejoran la acuarela, aunque se lean tristes mis palabras.
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