José Luis Alvite
Vendimia con manzanas
Casi toda mi obra periodística gira en torno a tres elementos que han sido cruciales en mi manera de pensar: la infancia, la mujer y la muerte. Representan la nostalgia, el instinto y la resignación. Escribo de mi niñez cuando echo de menos en mi conciencia y en mis ojos la luz de aquel Cambados premioso y estival en el que la mar era de planta baja y a mi me parecía que ni siquiera el agua necesitaba nadar. Vuelvo la vista atrás cada vez que frente a la desesperanza necesito reencontrarme con aquel tiempo venial y afrutado, de tiernos viñedos de cretona verde en los que medraban unas uvas biseladas y amarillas en cuyo interior se herniaban por la noche, como menstruales fetos de azúcar, unas manzanas pulposas y azules, con el vientre avivado por un gusano rojo. En el suave amianto de aquel Cambados puerperal era comadrona la tía Pepita, una mujer corpulenta, cordial y estoica, también delicada, que resolvía sus partos con una mezcla de afecto y contundencia, como si fuese a sacar el bebé del esófago incandescente de un obús. Ella fue mi madre estival, afectuosa y a la vez contenida, soltera y sin tentaciones, generosa y benéfica, con un pecho en el que croaba la respiración de una estatua rellenada con una ornitología de jubilosos grumos de suspiros, gases y palomas. Supongo que fue de ella de quien aprendí que todo es relativo y que nada corre tanta prisa que no podamos dejarlo para después de la muerte. Tía Pepita escribía cartas que jamás echaba al correo. Nunca supe qué contaba en ellas, ni en quien pensaba al escribirlas. Mantuve con ella una relación tierna y a la vez distante, porque ni a ella se le daba bien abrazar, ni era lo mío dejarme querer. Cuando se la llevó por delante un cáncer, no quise ver su cadáver. Preferí imaginar que en el grisú de su útero habían reventado sin palomas las manzanas de la vendimia.
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