Julián Cabrera
Vértigo socialista
Alfredo Pérez Rubalcaba sabe ahora más que nunca, que el recorrido de su liderazgo al frente del PSOE se va a ventilar bastante antes de rubicones como las primarias de 2014 o la conferencia política de otoño. Nada peor que el olor de las heridas entre los adversarios de la propia manada.
El secretario general socialista es, a diferencia de muchos y más jóvenes dirigentes, un político pactista, comprometido con una idea europea que mamó en los gobiernos de Felipe González y comprometido con la estabilidad institucional y para colmo, es una «rara avis» en su faceta de reconocido profesional fuera de la política. Pero las riendas del PSOE hoy se le escurren entre las manos y ni siquiera es suficiente el carbonato de magnesio, ese polvo que se aplican atletas y trapecistas y que como buen químico conoce a la perfección.
El «caso de Ponferrada» ha constatado la ausencia de control a partir de determinados niveles de decisión, más allá de la evidente ineficacia de dirigentes como Óscar López, surgido junto a un largo elenco, al albur de un zapaterismo que no ha sido capaz de cederles el testigo generacional. El problema del socialismo español, personalismos aparte, pasa por un galimatías en el modelo territorial que –quién lo iba a decir– incluso ha recuperado la esencia durmiente del guerrismo. Y en ese punto no sería mal arranque que, asumido por el PSC un concepto genérico del «derecho a decidir» que tampoco chirría en Cataluña, se cambie el estatus matrimonial de gananciales por el de separación de bienes a la hora de afrontar posiciones distintas muy puntuales. La gestión de ese nuevo marco es más que probable que no recaiga ni sobre Rubalcaba ni sobre estatuas de sal del zapaterismo. Más bien sobre algún otro nombre que hoy todavía no llenas páginas de periódicos.
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