Julián Cabrera

Vivas y libres

La Razón
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«Tú no conduces que para eso ya estoy yo»... «a veces te vistes como una puta». Nos suena y eso es lo peor. Este fin de semana miles de mujeres –también hombres– inundaban calles de muchas ciudades españolas en un grito unánime, casi un rictus desesperado y no exento de cierta impotencia para decir «basta» a la violencia de género, tal vez al margen del terrorismo la lacra más despreciable que viven sociedades llamadas avanzadas como la nuestra. Que en el decimoséptimo año del siglo XXI estemos hablando de mujeres y también de menores asesinados, maltratados, damnificados, víctimas al fin y al cabo, cuando menos resulta repugnante, aunque no por ello debe dejar de obligarnos a una serie de reflexiones. Los datos son contantes y sonantes, desde Matilde el primer día de enero hasta Catarina este pasado viernes la cifra de muertas a manos de sus ex parejas ya supera a la de todo el pasado año ergo, esto sencillamente no está funcionando, así de claro y así de crudo.

Y cuando algo no funciona como es el caso, no se trata tanto de identificar los síntomas que son de todos conocidos por la catarata de datos estadísticos y demoscópicos que escuchamos y leemos cada día, como de tener el suficiente arrojo político para atajarlos de raíz. Difícilmente puede sorprender la cifra de víctimas cuando simultáneamente estamos comprobando que un tercio de nuestros adolescentes considera «natural» este tipo de violencia, que ocho de cada diez jóvenes conoce de primera mano casos de la misma en parejas de su entorno o que –siendo esto probablemente los más preocupante– una cuarta parte de esos jóvenes contempla como normal este tipo de violencia de ellos hacia ellas. Por si fuera poco, el pacto de Estado contra la violencia de género tiene más de papel y de palabrería que de hechos. No solo los fondos destinados a combatirla se han quedado en mera cifra –de mil millones comprometidos únicamente se ha destinado una cuarta parte–, sino que para mayor desesperación, los crímenes y agresiones machistas son aprovechados sin ningún sonrojo por los partidos como arma arrojadiza en la trifulca política.

Resulta que una sociedad como la española, que en los últimos cuarenta años ha dado un salto de calidad maravillando en muchos casos a Europa y al mundo, no llega a ruborizarse lo suficiente cuando hablamos de esta despreciable lacra. Hemos logrado erradicar el analfabetismo secular, somos una democracia de pleno derecho y primer orden en el contexto de la Unión Europea, conseguimos la reconciliación tras una guerra y una dictadura, tenemos una de las constituciones más progresistas de occidente y, sin embargo, un nada despreciable porcentaje de esa generación de jóvenes a la que calificamos como la más preparada de nuestra historia es la misma que tiene interiorizados en su escala de valores conceptos como «con ella es imposible discutir sobre nada, es una histérica» o «cuando estamos hablando en grupo es mucho mejor que se calle». Tal vez un día de estos alguien repare en la clave del problema, el huevo de la serpiente.