Elecciones

Voto secreto

La Razón
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Ya que estamos en periodo electoral, aunque sea de rebote, bueno será hablar de uno de los elementos más sorprendentes de nuestro sistema electoral: el secreto del voto. Sorprendente porque, aunque al parecer a nadie le escandaliza, en España este aspecto fundamental de la democracia sólo existe sobre el papel y nadie lo garantiza. Los observadores electorales de la OSCE lo llevan señalando con reiteración en los informes que redactan cada vez que hay elecciones: en España el secreto del voto no existe. Claro que esos informes no parecen servir para nada y ni siquiera los medios de comunicación se suelen hacer eco de ellos.

Pero todos tenemos la misma experiencia. Vamos al colegio electoral y nos encontramos, de entrada, con una mesa llena de papeletas y un montón de gente buscando, a la vista de todos, la que le conviene. Incluso hay unos amables apoderados de los partidos que te ayudan si te pierdes en ese marasmo de propuestas y, si hay que marcar alguna casilla, hasta te prestan el bolígrafo. Todo muy transparente y natural. En las grandes ciudades, donde la sociedad de masas se hace real, el de votar es un acto más de entre los abiertos a un público impersonal. Pero en los pueblos la cosa es distinta: ahí está el alcalde, el concejal o el comisario de cualquier partido mirando y, como te conoce, coger ésta o la otra papeleta acaba siendo comprometido. Claro que, visto lo visto, yo me la llevo de casa –dicen algunos–, aunque a casa sólo llega un exiguo número de candidaturas y, a veces, no está la del que escruta con atención todos los movimientos en torno al colegio electoral.

Cuando hablo con don José, mi tío, de este asunto, le quita importancia. Peor era antes, me dice rememorando las historias que oyó contar o que incluso vivió el siglo pasado. Me recuerda que, por ejemplo, cuando aún era el último pirata del Mediterráneo y no un honorable financiero, Juan March repartía su papeleta el día de las elecciones –ayudado, claro, por una amplia red caciquil– e incluso te metía un duro en el bolsillo. Eso sí era manipular el voto, añade. Y concluye que lo de ahora no deja de ser peccata minuta. Yo no me quedo convencido, seguramente porque me gusta abogar por las causas perdidas.

A mí el Gobierno me dijo una vez, porque se lo pregunté en el portal de transparencia, que hay tantas cabinas electorales –ese artilugio por el que, en otros países, es obligatorio pasar para elegir la papeleta, en intimidad con uno mismo, antes de depositarla en la urna– como mesas que se instalan en los colegios. Pero mi experiencia me dice que, al menos en el que yo voto, no se monta más que una mínima parte de ellas. Y ya que se dispone de los medios, ello me lleva a preguntarme si la Junta Electoral Central no podría arreglar este asunto para que al menos mi voto fuera secreto.